Drone quiere decir zángano o zumbido en inglés. Hace ya varios años un documental nos avisaba de que los drones iban a cambiarnos la vida. Me pareció una exageración, ¿cómo un cacharrito volador iba a ser tan poderoso? Me recordó el tono de ciertos visionarios entusiastas que se vienen arriba. Por ejemplo, el director de Barcelona Fab Lab en el 2013, que aseveró: «Habrá impresoras 3D en las casas en menos de cinco años». Habrá que esperar un poco más...

En el extremo opuesto existen las predicciones erróneas por falta de fe. La más famosa, cuando el presidente del Michigan Bank le dijo a Henry Ford: «El caballo está aquí para quedarse, el automóvil es solo una novedad, una moda», desaconsejándole invertir en su loco invento.

Pero ya podemos asegurar que los drones sí nos están cambiando la vida. Hace poco, el derribo de un dron norteamericano por parte de Irán estuvo a punto de provocar que el patoso Donald liase una guerra mundial. Como todo invento de gran alcance, el dron conlleva aspectos positivos y negativos. Tal como pasó con la tele, el móvil o internet, debemos aprender a usarlo y ponerle coto donde sea necesario.

El dron, de momento, campa a sus anchas, bloquea gigantescos aeropuertos, nos multa desde el cielo y puede caernos en la cabeza en cualquier momento. Claro que asusta menos que un Boeing 737, pero ¿y cuándo haya miles sobrevolándonos? De momento el dron ha acabado con el concepto de intimidad -ríete de Google-: pueden filmar toda tu vida sin que apenas te apercibas. Deberemos dejar de hurgarnos la nariz por la calle. El dron está desvelando definitivamente el paisaje planetario, ya no hay espacio virgen, todo es escrutable a una distancia ridícula y con precisión milimétrica. El dron nos dejará los paquetes -o las bombas- justo en el dedo gordo del pie si es preciso. Y lo más sorprendente es que al final, el zángano será capaz de llevarnos a nosotros mismos volando. Se cumplirá así por fin el sueño de Ícaro. Podremos volar. Aunque ya sabemos cómo acabó la hazaña. Cuidadín.