Lo políticamente correcto es un límite que limita bastante y aburre más. Se construye a base de convenciones de obligado cumplimiento. Para ser ciudadano modelo alguna vez recompensado tienes que asumir --incluso defender-- lo correcto, sin plantearte en serio la necesidad de su existencia. No obstante, esta semana, un diputado y una reina han originado una cierta catarsis hacia sendas cuestiones solventes y respetables ellas que han animado un poco el cotarro formalista. Una, el Congreso, sitio donde siempre se cuentan más las ausencias que las presencias y adonde asisten muchos --cuando lo hacen-- en calidad de jubilados de lujo a nuestra costa mientras descansan albergados en su escaño. Pasa todas las semanas y en casi todas las sesiones, pero en esta nos hemos dado por enterados gracias a un tal Ramón Aguirre , diputado electo y ausente. El Congreso de los Diputados será muy correcto, pero si te preguntan por los nombres de los que salieron por tu provincia seguro que no aciertas ni uno, a no ser que sea tu vecino. Intenta recordar si alguna vez, desde su elección, los has visto demostrar con hechos la seriedad de la institución. La segunda, la monarquía española, cuya Reina ha soliviantado a no pocos porque la señora ha dado en hablar de cuestiones sobre las cuales --al parecer-- no le corresponde hacerlo. Hay quien ha puesto el grito en el cielo, entre ellos los colectivos de gays, lesbianas, transexuales y bisexuales que amenazan con convertir su próximo desfile de orgullo en marcha republicana. Resulta que habíamos convenido en defender la modernidad del Estado monárquico y la idoneidad de la familia real. Como si estos linajes no arrastraran consigo todo el anacronismo de la historia y la antigüedad más obsoleta. Como si no molestara a veces tanto papel cuché, tanto yate Fortuna y tanta corrección política que otorga de nuevo la Medalla de Extremadura a uno de sus miembros. Al heredero de tamaña tradición. Viva la República (y no soy lesbiana).