Hace unas semanas se ha celebrado en la Asamblea de Extremadura un debate insólito, irrelevante e infructuoso sobre el Estatuto de Cataluña. Es insólito porque no conozco ninguna otra comunidad que lo haya planteado. Es irrelevante porque lo que Ibarra, Floriano y la Asamblea tengan que decir sobre dicho estatuto tiene la misma incidencia en el mismo que lo que puedan decir Maragall, Piqué y el parlamento de Cataluña sobre el Estatuto de Extremadura, es decir ninguna. Y ha sido infructuoso porque después de un tiempo lo único que ha quedado es que el presidente, en el caso de haber sido diputado, hubiera votado a favor de dicho estatuto por disciplina de partido, como no podía ser de otra manera si deseaba mantenerse de diputado del PSOE. Es comprensible que al común de los ciudadanos les puedan surgir dudas acerca de la disciplina de partido, pero que las suscite en gentes dedicadas a la política suena a hipocresía. Cualquier militante, y más los que tienen cargos, sabe que para estar en un partido es imprescindible tener disciplina porque es imposible comulgar con todas las resoluciones del partido y que ellos mismos han asumido y apoyado muchas campañas, hechos, eslóganes, consignas y estrategias contrarios a sus criterios, que les han venido impuestos. Incluso los hay que no solo siguen al pie de la letra los mandatos de su partido sino las sugerencias y aun las frases hechas de algún periodista o tertuliano.

La disciplina de partido se basa en tres tipos de razones. Históricas, de filosofía democrática y prácticas.

XAL LLEGARx la democracia, y dado que durante los cuarenta años de dictadura se había hecho todo lo posible por desacreditar a los partidos, se consideró necesario dotar a estos de un gran poder y fortaleza. Como consecuencia se optó por las listas cerradas, que en demasiadas ocasiones han premiado no la fidelidad al partido sino el servilismo, y se blindó su gestión diaria. Las cúpulas dirigentes acapararon el poder y las decisiones quedaron en manos de unos pocos. Las disensiones, por lo tanto, se pagan con la dimisión o el ostracismo. Lamentablemente ningún disidente expulsado se ha atrevido a llevar su caso a los tribunales de justicia y no sabemos si los expedientes y resoluciones están de acuerdo con el ordenamiento jurídico.

En una sociedad democrática la acción política es una tarea común y por lo tanto organizada y estructurada. La mayoría de las veces las decisiones no proceden de una sola persona sino de órganos colegiados y, puesto que es imposible la concordancia de criterios en un terreno tan poco matemático como la política, son producto del diálogo, el consenso y la voluntad mayoritaria. Existen espacios para la discusión, pero una vez sustanciada esta no queda otra alternativa democrática que seguir sus decisiones.

Finalmente, todos sabemos que sin la disciplina de partido la acción de gobierno, o de oposición, sería imposible. Muchas leyes y proposiciones serían rechazadas por los diputados o concejales del propio partido y eso conduciría al caos. Los votantes tienen muy en cuenta este dato y suelen castigar severamente las disensiones. El caso del PSOE dirigido por Alfonso Guerra fue emblemático, envidiado por sus rivales y sirvió de ejemplo a todos.

La disciplina de partido solamente tiene un límite: El de las legítimas aspiraciones políticas del individuo. Es decir, se trata de un principio inamovible hasta que uno decide salirse de la vida política. Ni siquiera la conciencia puede hacerle frente pues bien sabido es que las decisiones políticas no imponen conductas morales ni la conciencia individual es fuente de legislación para todos.

*Profesor