La discrepancia de Estados Unidos con la Unión Europea en relación con el futuro de esta se ha puesto de relieve en el instante mismo en que Obama ha expresado su deseo de que Turquía sea algún día miembro del club de Bruselas. La oposición al ingreso turco, reiterada una vez más por Alemania y Francia, no hace más que traducir la opinión de que la adhesión plantea demasiadas incógnitas para que sea viable, por no hablar de las dificultades de Turquía para incorporar el acervo jurídico europeo.

Detrás de estas diferencias de criterio alienta el recelo histórico de Washington hacia una Europa continental políticamente cohesionada. Y por la misma razón, palpita el deseo de la Casa Blanca de que la UE sea un instrumento que adormezca las tensiones políticas y la incomunicación del Occidente de herencia cristiana con el Oriente de tradición musulmana. Sin más aspiraciones ni proyectos de institucionalización de la UE a largo plazo.

Ni siquiera el efecto Obama ha modificado en la reunión de Praga esta parte del argumento, como por lo demás era de prever. Porque, a pesar de que los mensajes del presidente de EEUU y de los líderes europeos se han aproximado, estos no han logrado superar los temores que suscita el eventual ingreso de 70 millones de musulmanes gobernados por un partido islamista moderado que sigue apegado al púlpito.