Dentro del crudo relato de la espeluznante situación de aquella Euskadi que describe “Patria”, y que tan bien traducida está en imágenes, hay algunas que generan una incómoda sensación de pavor. Quizás por reconocibles, por la facilidad con la que se pueden confundir con la cotidianeidad. O porque el recuerdo está aún fresco y, por eso, nos dañan más.

El infortunado protagonista, “Txato”, se levanta una mañana como otra cualquiera para agarrar su bici y obligarse a hacer algo de ejercicio. Como tantos otros. Sólo que él se encuentra con pintadas en su contra. No una o dos, no algo aislado y pendenciero. Sino todo un pueblo. No en su casa o en la calle más cercana. No. Por cualquier lugar que pisa, como un virus infectando su día a día. No realizadas por alguien anónimo, cobardía tras avatares y falsos nombres, sino por gente a la que podía reconocer. Esas pintadas no era un desahogo sino una amenaza.

Cuando este verano, el vicepresidente Iglesias viajaba camino a su veraneo en el norte se encontró con varias pintadas callejeras que rezaban “Coletas Rata”. Verán, es sencillo: está mal. No hay derecho a la opinión o libertad individual que ampare que insultes o vejes gratuitamente a alguien. Ni porque lo hagas escondido bajo el impune anonimato, que demuestra aún más lo que implica la acción.

Mucho peor es hostigar a una familia o presionar a un político cuando no está ejerciendo su cargo y disfruta de un tiempo de ocio con gente, los suyos, que no tienen que sufrir la carga que comporta la posición. Para eso están las instituciones y las leyes, para controlar y sancionar la labor del ejecutivo y de los legisladores. Para eso nos configuramos como un estado de derecho.

Aquello le pareció al ministro Garzón “inadmisible en democracia” y lo definió como “acoso”. Algo fácilmente incardinable dentro del odio y que provocó una investigación de la Guardia Civil que, verán, quedó en nada. Porque realmente era un desagravio para quien lo hizo, pero una bajeza y una inmundicia moral, cierto. Que difícilmente da para una campaña pro-derechos humanos o para llamarlo “delito”. Ni siquiera es una amenaza. Al menos, eso sí, nuestro sistema investigó. Es decir: funcionó.

Ese es el problema con la definición de los “delitos de odio”. Que son penas de “piel fina”. Me parece una injuria un tuit llamando choni a la ministra Montero pero no el (sano) cachondeo a la ex Soraya. Es inadmisible una campaña contra un concejal por bromear sobre el holocausto judío pero sí jalear una bomba para Aznar o un entierro al Rey emérito. Los escraches a embarazadas (¡sin cargos públicos!) están correctos, pero otros son saltarnos las normas propias de la intimidad. Los hombres de paz ahora tienen asesinatos sin arrepentimiento a sus espaldas. Rodear el Congreso es digna y saludable indignación popular. Quemar calles, parece ser, está dentro de la libertad de expresión. Venga ya.

En realidad, antes de que entrara la sensibilidad y la identidad como herramienta legal, ya teníamos leyes. Conviene recordarlo, porque no parece que nos haya ido mal en nuestra convivencia. Lo que es evidentemente un error es legislar desde una visión meramente subjetiva. Porque la reacción frente a la expresión de otros no es simple igual, ni siquiera en el mismo punto de vista ideológico. Me pongo como ejemplo: a mí lo de Hásel o las declaraciones de Willy Toledo contra la Iglesia me parecen desagradables y de mal gusto. Pero no las veo para nada delito. Ocurre que para eso ya están los legisladores.

Esa es la clave. Los mandos orgánicos de Podemos han podido perfectamente dar la batalla desde su actual posición, que además es gubernamental. Tienen las herramientas adecuadas para impulsar normas o modificar las existentes. Incluso para expresar su desacuerdo desde la instituciones que ahora habitan y han prometido defender.

Pero cuando la elección es la agitación, debiera preocuparnos. A todos, sí. Pero sobre todo a sus votantes, porque lo mínimo que encubre es comportamiento perdonavidas y faccioso es que no saben hacer uso de las facultades que, sus votos, les han granjeado.

O a lo mejor, hay otras razones (poderosas) para esa hipocresía. Las mismas que llevan a pedir “control democrático” a su líder, en algo que es más autoritario que demócrata. Es lo mismo: nos va la polarización, por lo visto. Aunque no debiera.

*Abogado, experto en finanzas.