No sé, si como dicen los expertos, las tragedias nos unen. La muerte de Julen ha sido el ejemplo más reciente de cómo una sociedad asiste golpeada, una vez más, al dolor de una familia que pierde a un ser querido en circunstancias tan trágicas. Creo que es precisamente ese mismo dolor lo que nos convierte en seres humanos dignos del resto, de los otros que nos rodean.

No es sencillo asistir a diario al martillo de los sucesos que nos encogen el corazón y nos quitan el aliento. El caso de Málaga refuerza la tesis de que somos tan vulnerables que ni nosotros mismos lo sabemos.

El ritual de cada episodio se repite inexorable: la digestión de la pésima noticia, la amplificación continua en los medios que informan con todo el rigor o no posible, la excesiva exhibición que sufren los protagonistas y, para terminar, el peor desenlace imaginado porque rara vez asistimos a un final feliz. Casi siempre pasa lo no deseado y nunca estaremos preparados para ello.

En nuestras sociedades modernas, el dolor actúa con una fuerza inimaginable. Tanta, que nos anestesia ante la catarata de imágenes que lo exhiben con crueldad. No puedo por más que creer a veces que casos como el de Julen sacan lo mejor del ser humano que ayuda y anima ante un final triste, pero también ocurre que simplifican la envergadura de la tragedia de repetir tanto el dolor. Seguirá ocurriendo y habrá otros episodios que nos arañarán el alma. No dejen que no les afecte por mucho que vuelva a suceder.

El dolor forma parte de nosotros y va en nuestro adn, como la búsqueda de la felicidad, sentirnos bien o disfrutar de una tarde de verano. El aire helado de las tragedias siempre está ahí, a la vuelta de cualquier esquina. Nos hace mejores, tan humanos como las vidas que se truncan. No tenemos opción. brazos bien abiertos, las piernas componiendo unes.