Profesor

Escribir en los periódicos, aunque sea en la forma ocasional y poco profunda en que uno lo hace, no es cosa tan fácil como algunos podrían sospechar. Especialmente si se practica, o intenta al menos, la ironía y sarcasmo. Ignoro cuántas personas detendrán su mirada sobre líneas como las presentes, pero por pequeña que fuera la proporción de quienes, entre los lectores de este periódico, lo hicieran, resultaría un número suficientemente alto de personas como para que todo tipo de condición se diera entre ellas. Así que una cosa es lo que uno quiere decir, otra la que dice y, finalmente, cien mil otras las que la gente lee.

Hace algún tiempo un conocido me saludó en la calle: "No suelo estar de acuerdo con lo que escribes", me dijo muy amablemente, "pero lo de ayer era estupendo". Al principio me sorprendí, y llegué a pensar que el buen hombre me estaba tomando el pelo, pues yo tenía fundados motivos para sospechar que su forma de pensar y la mía no coincidirían ni cuando se aplicaran a decidir, por ejemplo, si ahora mismo es de día o de noche. Pero, no, qué va. Mi amigo era sincero. Lo que sucedía, según descubrí al poco de seguir conversando con él, era que no había entendido ni media línea de lo que yo había escrito. Como es natural, tan feliz estaba el hombre de haberme felicitado que no me atreví a deshacer el equívoco. La ironía, ya digo, es arma peligrosa de usar, especialmente cuando no te consta que quien haya de interpretarla esté en la onda.

Supongamos, por efectuar una demostración de mi tesis por el procedimiento que los matemáticos llamamos de reducción al absurdo , que yo dijera que Aznar es un tío simpático y que, por poner un ejemplo particularmente querido por mí, su ministra de Asuntos Exteriores una magnífica oradora, en cuyo verbo fluido brilla con esplendor la precisión y el rigor de la lengua castellana. Pues bien, por absurdo que pudiera parecer, porque ya me dirán ustedes a quién puede parecerle simpático nuestro presidente de Gobierno, les aseguro que habría gente, más de la que piensan, que interpretaría mis palabras literalmente. Por ello, me permitirán que enuncie a continuación, para evitar malentendidos, algunos otros ejemplos de lo que querría decir en realidad cuando escribiera ciertas cosas.

Primer ejemplo: Si dijera que Bush es un dirigente de profundo pensamiento, lo que querría decir es que hay que profundizar mucho para encontrar en él alguna brizna de pensamiento. Otro: Si dijera, por tratar de asuntos locales, que ciertos ayuntamientos son un ejemplo de cómo las nuevas ideas terminan triunfando, lo que querría decir es que la nueva España, la del sol y los luceros, la de impasible el ademán, es imperecedera.

O, para terminar, si escribiera que es de Juan Carlos el retrato que luce en mi despacho, no me referiría a la foto de Su Majestad, claro, sino a la de nuestro querido presidente, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, cuya vida guarde Dios muchos años.

A ver si, ahora que hay remodelación en ciernes, me ofrece algo.