TQtuién no recuerda alguna ocasión en la que después de hacer alguna travesura, sufrió en sus carnes el impacto de la mano de sus padres, entendiéndolo como un acto de corrección más que un maltrato. Cuando los de mi generación nos sentamos a rememorar nuestros días de colegio, nuestros profesores y profesoras y en definitiva nuestras vivencias, siempre sale a relucir los cachetes o las formas más o menos originales que tenían de realizarlos nuestros educadores.

Los tiempos han cambiado de manera notable. Sinceramente, no me aventuro a afirmar si para bien o para mal. El papel de los padres, antaño cómplices con ciertas formas de concebir e impartir la educación, ha pasado a ser, en términos generales, el de una defensa activa, a ultranza, del niño y de todo lo que suponga una amenaza o un debilitamiento de su personalidad, protegiéndose --en algunos casos en exceso-- situaciones que en otros tiempos formaban parte del día a día, y que para nada se entendían como anormales, ni siquiera violentas.

Es obvio que existe maltrato, acoso, violencia en general entre los niños: tuvimos ocasión de presenciar unas imágenes en los medios de comunicación que así lo constataban, así se refleja en los estudios y análisis realizados recientemente por expertos y organismos internacionales, y es el motivo de la aparición de importantes movimientos sociales que exigen y reclaman mayor atención para este asunto. El rumbo que han tomado este tipo de agresiones y situaciones ha supuesto un cambio radical en el fondo y en la forma. Por tanto, necesitamos arrimar el hombro todos (padres, educadores y políticos. Los primeros supervisando el proceso educativo del menor codo con codo y de manera continuada y coordinada, y los últimos, ahondando y reformando las herramientas legislativas existentes que permitan erradicar en poco tiempo este tipo de situaciones y posibiliten la rehabilitación integral de los pequeños. http://felipe.sanchez.bitacoras.com

*Técnico en Desarrollo Rural