A qué hemos asistido? ¿Qué ha sido esta investidura, puro teatro o mera negociación? Escribo estas líneas observando la constatación del fracaso en la proclamación de gobierno. Iremos a una nueva repetición electoral. Es tremendamente curioso (y muy llamativo) que la clase política española haya fallado en lo que suponemos que saben hacer: política.

Vamos a las cuartas elecciones generales en menos de cuatro años. No nos olvidemos de sumar las autonómicas y municipales. Vivimos en medio de inestabilidad que no es buena para nadie, porque, por más que excite las pasiones de muchos, esto no es un juego de tronos. Para funcionar es necesario cierta estructura, aquella que sólo otorga el transcurso del tiempo y la solidez en los equipos de gobierno. En cambio, nos hemos instalado en una permanente transitoriedad que nace de considerar que cualquier victoria que no sea propia es poco menos que ilegítima y la consolidación de la idea de que sólo se construye desde el poder. Y cuanto más amplio sea, mejor.

Ni siquiera las que se han pretendido trepidantes cuarenta y ocho horas, de martes a jueves, de la primera a la segunda sesión, han borrado la sensación de pobreza de todo el proceso. Quizás nos hayamos (mal)acostumbrado con veraniega facilidad a que la política sea una campaña electoral continua. A que la gestión no esté sólo teñida de sabor partidista (algo que podría entenderse como lógico) sino que la lucha por el relato lo invada todo. Mal camino.

Todo esto, claro, se ha visto estos dos días en San Jerónimo. Con escasísimas salvedades, hemos asistido a dos sesiones con muy poca altura de miras, trufadas de discursos simplistas y sofistas que no pasarían el corte ni de un concurso de debates colegial. Cada uno parece subir para destinar su monólogo a la audiencia. Un discurso exclusivo, dirigido a su bancada y, por extensión, al núcleo de sus votantes. O lo que es igual: dicen lo que ya sabemos que iban a decir y hablan para los convencidos, coma arriba o referencias a poetas abajo. A todos nos ha sabido a preparación de la siguiente campaña muchos de los tacticismos y mensajes lanzados estos dos días de julio. Con estos mimbres, cualquier negociación es un campo de minas.

Tampoco sé si esta estrategia tiene sentido. Entendería (poco, eso sí) que nos jugáramos la gobernabilidad del país buscando una repetición electoral que clarificara los bloques y «limpiara» algo el ambiente tan viciado que estamos viendo desde la moción de censura. Pero es que no creo que haya nadie que pueda determinar con un estrecho margen qué narices nos deparará la convocatoria electoral.

No todo tiempo pasado fue mejor, pero la ausencia de sentido político de estado ha sido clamorosa. Aunque este fracaso sí tiene un claro color. La izquierda parece estar en una continua crisis de identidad por recuperar la que no hace mucho tuvo. Porque lo más grave no es que un votante de Vox se alegre de que Sánchez no gobierne, sino en la inquietud y desconcierto entre sus votantes por el cambalache en el que han convertido esta negociación entre sus dos gran partidos. Se ha pasado del «programa, programa, programa» y del éxito de las políticas sociales a una penosa lucha por los sillones. Vaya arte para pegarse un tiro en el pie.

Ni siquiera han explicado para qué quieren los sillones, quitando la profundidad de cuatro tuits desperdigados. Sólo qué puestos se deseaban y qué ofertas se hacían. Ni siquiera ha habido cierto disimulo en aparentar una negociación sobre políticas y presupuestos, y sin embargo se ha hablado (micho) sin ambages de nombres y vetos.

No es que esta reducción en la que parecemos todos cómodos, esa absurda visión de que el que todo el que no es señor, es directamente vasallo. La labor de oposición luce indigna y los votos se canjean sólo por acceso al poder. Pero la política, no crean, está lejos de ser eso.

El título del artículo esta prestado de una novela que tiene ya más de cincuenta años. Por cierto, la primera obra del autor, algo, como decía la crítica, siempre es tranquilizador. Porque aún se dispone de tiempo para corregir lo que no está bien, y aún cabe la promesa de que la siguiente puede mejorar. Bendito optimismo: ya sabemos que no necesariamente será así.