Monday, Tuesday, Wednesday… Como evocaba con ese lenguaje simplón pero efectivo un meme, desde el estado de alarma todos los días se parecen como un huevo a otro, y los festivos pasan desapercibidos salvo que uno busque su rastro en internet. Así pasó San Jorge, sin dragones salvo que uno viera Juego de tronos y sin libros salvo que uno se los descargara (a ser posible de forma legal), con la consiguiente ruina para librerías, así pasó ayer el Primero de Mayo, sin manifestaciones, y así pasará este día, festividad de la comunidad autónoma más golpeada por el coronavirus.

A veces he pensado que esta efeméride, que conmemora el levantamiento contra los franceses, «el primer choque del pueblo con los invasores», como lo llamó Benito Pérez Galdós, debería ser fiesta en toda España. Al fin y al cabo fue inicio de una gesta en la cual un pueblo abandonado por sus reyes venció a las hasta entonces invictas tropas de Napoleón Bonaparte, suscitando el asombro de toda Europa y poniendo de moda a los españoles como pueblo heroico. El propio emperador se arrepentiría siempre de «esa maldita guerra de España» donde empezaron a torcérsele las cosas, tras sus espectaculares triunfos sobre austriacos, rusos y alemanes. En el Arco de Triunfo de París, en la larga lista de victorias napoleónicas aparece Medellín, pero no La Albuera, ni por supuesto Bailén, primera derrota en campo abierto del Ejército francés.

Un pueblo unido frente al invasor, liberales y tradicionalistas, clero y librepensadores, y en toda la geografía: Gerona aguantó un sitio de siete meses frente a la Grande Armée -diez mil catalanes prefirieron morir de hambre y enfermedades antes que ser arrancados de España-.

De los horrores que cometió el Ejército francés en una guerra que, como la guerra civil un siglo después, ocasionó un millón de muertos, nos quedan las pinturas del más genial pintor español, Francisco de Goya, con su ciclo de Los desastres de la guerra, y sus cuadros, el más famoso de ellos Los fusilamientos del 3 de mayo, con ese descamisado español sobre el cual escribió la filósofa María Zambrano palabras exaltadas, viéndolo como «íntegro, en carne y hueso, en alma y espíritu, en arrolladora presencia que penetra así en la muerte. El hombre entero, verdadero».

Seguramente si Goya hubiera vivido en nuestros días, habría trazado grabados del hospital de campaña de Ifema, o de los entierros sin familiares. La Guerra de la Independencia, con todo, no trajo nada bueno. La Constitución española de 1812, que hubiera podido servir como principio de modernización de nuestro país, fue pisoteada por Fernando VII, que pasó de ser «el Deseado» al «felón», el más nefasto Jefe de Estado antes de Franco y que, años después llamó de nuevo a las tropas francesas (los «Cien Mil Hijos de puta de San Luis», como los llamaba Juan Goytisolo) para restablecer el absolutismo, como el Caudillo llamaría a las tropas italianas, alemanas y marroquíes para aplastar al pueblo.

La guerra, que dejó España arrasada, también causó que las élites criollas se aprovecharan para declarar unas independencias en América que fueron prematuras y que no trajeron mayor bienestar a sus pueblos, sino lo contrario. Y por aquí, las bases de progreso que habían puesto reyes ilustrados como Carlos III quedaron en nada, y España se convirtió en una especie de Españistán destrozada por las guerras carlistas, quedando al margen de la Revolución industrial y del resto de Europa.

Veremos si, aunque el desastre no sea comparable al de una guerra, puede haber un acuerdo para un pacto de reconstrucción con un plan de futuro para un país que no puede volver a lo de antes o si, como parece que será el caso, cada perro seguirá con su cencerro y su cacerola, y esperando sacar tajada propia.

* Escritor