En estas fiestas, de reencuentros con amigos y familiares, es inevitable añorar a los que se fueron. Mañana se cumplirán 80 años de la muerte de Miguel de Unamuno, el escritor cuya voz no había dejado de clamar desde finales del siglo XIX (excitator Hispaniae le llamó Ernst Robert Curtius) y que durante la guerra civil tuvo, entre todos los rectores españoles, el raro privilegio de ser destituido tanto por el gobierno de la República, como por las autoridades sublevadas de Burgos, dos meses después. Unamuno, que apoyó el golpe de Franco, se arrepintió poco después y el 12 de octubre de 1936 se enfrentó, durante la celebración del Día de la Raza en Salamanca, con Millán Astray, el fundador de la Legión, en lo que fue quizás el gesto de mayor valentía y coraje cívico de un intelectual en la historia. Unamuno habría sido linchado si no fuera porque después del asesinato de García Lorca, Franco no podía permitirse otro mártir literario. Obligado a reclusión domiciliaria (él, que no soportaba pasar un día sin pasear largamente por la carretera de Zamora) y visitado solo por moscones falangistas que intentaban convencerlo, a sus años, de sus ideas totalitarias, el pensador vasco al que «dolía España» murió el último día del año en que ésta comenzó a desangrarse.

Pero los escritores no serían nadie sin los estudiosos que se encargan de separar el grano de la paja y que a veces sacrifican su talento por amor a los libros de quienes escriben mejor. Quiero recordar también a Gregorio Torres Nebrera, catedrático de literatura española en Cáceres, y seguramente el mejor filólogo, por amplitud y variedad de su obra, que ha tenido la Universidad de Extremadura en sus cuatro décadas de historia.

Nacido en Baeza en 1948, fallecido hace ahora tres años, Gregorio estudió en la Universidad Complutense, donde se doctoró con una tesis sobre el teatro del 27. De intereses amplísimos, del Barroco al teatro actual, a su tierra de adopción dedicó una importante labor de estudio de obras y autores extremeños, desde Carolina Coronado a Arturo Barea, Alfonso Albalá, Martínez Mediero o Fulgencio Valares.

Decía el poeta y ensayista pacense José Antonio Llera, que «si hay algo que aprendimos de él es que los estudios literarios exigen siempre la máxima proximidad y entusiasmo». Pocos saben que Gregorio planeaba escribir sus memorias y es difícil calibrar la pérdida de lo que hubiera sido la autobiografía única de un hombre de letras íntegro y reservado, poseedor de una mirada crítica y una suave ironía que conocimos sus amigos.

* Escritor y profesor