Escritor

Este 2003, que comenzó avisándonos de una guerra, debió ser tal el presentimiento que Dulce Chacón se adelantó a los acontecimientos y se fue a Irak a darles resuello. Después, esa guerra ha repartido muertos para todos, pero más para los que Dulce fue a avisar, que hay que pensar que una frustración de ese calado lejos de restarle, ella que se solidarizaba hasta para apagar un fuego, se ha sumado arrojándose como una Medea herida ante una vida miserable que anuncia la muerte detrás de un pavo relleno de almendras. Pero Dulce, como dice el cura Sánchez Adalid, era su propio nombre funcionando, que te enganchaba con la sola primera mirada, que ya desde sus luminosas pupilas te convidaba a beberlos, como si Dulce, además de ser una mujer, fuera una fruta escarchada por su voz suave y placentera. Recuerdo la primera vez que Carlos Doncel, ese azor de los libros, me la anunciara. Tenía Carlos un olfato rapaz y diurno para oler especialidades literarias, y de ese primer encuentro nació un amor soterrado del uno por el otro, que cuando uno iba hacia la muerte el otro se fue volando para ser lo que hoy son los dos, una pareja de azores volándonos por los picos más escarpados de esta Extremadura eterna. Después, Carlos la llamaría para que fuera la escritora cabecera de una de las semanas del libro en Badajoz. Me consta que Dulce se echó a llorar al otro lado del teléfono, como si ya presagiara el final de ambos.

Extremadura fue ya, con Carolina Coronado, motivo de ser y estar considerada por encima del pelo de la dehesa nacional. Con Dulce lo que ha hecho es no perder nunca ese vuelo, porque estos seres excepcionales se quedan ahí para siempre observándonos silentes, al mismo tiempo que sólo tienes que levantar la mirada para sentirte acompañado de por vida. La muerte, gran ladina, nos quita a los mejores y cuando más los necesitamos, pero no sabe la muerte que los hay que no mueren mientras todavía algunos, que somos legión, los tengamos permanentes en el recuerdo. Que no cante victoria.