Eran unas elecciones que, según decían todos, no quería nadie, aunque nadie hizo nada realmente para evitarlas. Al menos estas elecciones dejan ciertas lecciones que deberían aprender los políticos, si no quieren seguir suspendiendo ante la opinión pública.

La primera es que a la gente no le gusta repetir las cosas, y que hay que ser agradecido y humilde. Si uno logra una gran victoria, como la que obtuvo el PSOE en abril, lo suyo es utilizarla, y no pedir una más grande aún. Le pasó a Artur Mas y a Theresa May: no es buena idea ir a otras elecciones queriendo mejorar el resultado, pues se puede salir trasquilado. Dentro de lo que cabe, Pedro Sánchez no salió demasiado malparado: los tres escaños que perdió son los mismos que obtuvo el partido de Errejón, perjudicado cruelmente por nuestro sistema electoral (con casi el doble de votos que el PNV, Más País saca la mitad de escaños).

Unidas-Podemos tampoco sale tan mal, pues al final siguen siendo imprescindibles, aunque si hubieran cedido un poco, no estaríamos en estas, y nos habríamos evitado lo más turbio de estas elecciones: el ascenso de Vox, que dobla su número de diputados y se convierte en tercera fuerza. Esos que dicen estar tan orgullosos de ser españoles nos han quitado a los que no les votamos un motivo que teníamos para estar orgullosos de España: hasta ahora, la extrema derecha no tenía aquí el peso que tiene desde hace tiempo en Francia, Holanda, Italia o Alemania. Pero se veía venir: cuando fui a votar en Cáceres, justo delante de mí había un muchacho, mucho más joven que yo, que tomó la papeleta de Vox. Lo más rancio se vende como lo nuevo y la incultura sumada a la demagogia difundida por las redes sociales les beneficia, como benefició a Trump. Por desgracia los españoles no somos mejores que los franceses o los italianos: Vox ha ganado en lugares como Lepe, El Ejido, Murcia o Talayuela, que viven del trabajo esclavo de los emigrantes.

También se ha beneficiado Vox de que el PP los haya cortejado por todas partes como socios, en lugar de hacerles el vacío, como hace la derecha de Francia o Alemania a la extrema derecha. Pablo Casado, que discurseó como si hubiera ganado las elecciones por haberse recuperado un poco (que dé gracias a Sánchez por haberle dado una segunda oportunidad) no debería confiarse: que mire a Italia, donde Berlusconi aspira ahora a ser el escudero de Salvini.

Pero si alguien se ha llevado una buena lección ha sido Albert Rivera, que tuvo que dimitir al día siguiente. Su carrera, tan fulgurante como fugaz, es una magnífica ilustración de la política postmoderna, basada en eslóganes y cálculos, tan falta de sustancia como sobrada de narcisismo. Ciudadanos hubiera podido ser aquello para lo que nació: un partido bisagra que sustituyera en ese papel a los nacionalistas vascos y catalanes. Todo iba viento en popa hasta que Rivera creyó que podía liderar la derecha, sin ver que su electorado no era solo conservador. Un amigo me confesó que en las elecciones de abril había votado a Ciudadanos, confiando en una coalición con el PSOE. «Pero si Rivera había dicho que nunca lo haría». «Bueno, él decía tantas cosas…» Ciudadanos, que surgió en Cataluña para combatir el independentismo que rompía la convivencia, ha acabado viviendo de ese conflicto y es lógico que la mayoría de sus votantes catalanes volvieran al PSC. En el resto de España, quien les había votado por un cambio los vio apuntalando al PP en Murcia, Madrid o Castilla y León. Justo en esas regiones el trasvase de Ciudadanos a Vox ha sido especialmente acusado, pues estas elecciones dejan también claro que el PP ha dejado de entusiasmar hace tiempo, y el votante de derecha busca nuevos referentes, aunque sean tan burdos como Abascal.

*Escritor.