Hace pocos días tuve la suerte de poder escuchar en el Senado al experto en virología Rafael Nájera Morrondo, en una conferencia con la que pretendía concienciar a los senadores de la importancia y urgencia de financiar mejor la lucha contra el SIDA y de trasladar a la sociedad la idea de que esa enfermedad sigue siendo un problema más grave de lo que pensamos.

Nájera es uno de los grandes expertos en la materia a nivel mundial, y mientras le escuchaba pensaba lo fácil que resulta comprender algo cuando te lo explica alguien como él, y lo difícil que parece todo a veces cuando lo escuchamos de boca de los responsables públicos. Pensé hasta qué punto es necesario devolver una buena parte de la política a las personas que saben de lo que hablan.

No es fácil, y menos ahora. Hemos llegado a un punto de desprestigio de la política y de formulaciones demagógicas en que pareciera que quienes tienen vocación de servicio público son inherentemente sospechosos de corrupción, millonarios de vocación y arribistas de profesión. Y, como es lógico en este ambiente, los profesionales prestigiosos de diferentes sectores no están dispuestos a recibir el reproche social a cambio de cobrar salarios inferiores a los que tienen.

No voy a analizar aquí por qué hemos llegado a esta situación, puesto que lo he hecho ya en artículos anteriores. Solo querría apuntar que ha habido y sigue habiendo razones poderosas para este clima de absoluto descrédito, y que siguen pendientes cambios relevantes para que podamos superar esta fase de la vieja política.

En lo que querría fijar hoy mi atención es en las fórmulas de futuro, cuando hayamos logrado devolver el respeto a lo público, para conseguir que una parte de la gestión política esté en manos de los mejores. De los que más saben de cada área y de los mejores gestores (que no siempre coinciden). Por ejemplo, que alguien como Nájera pueda influir en la toma de decisiones sobre la lucha contra el SIDA, ya que es uno de los mayores expertos que existen en la lucha contra el SIDA. Me detendré en este artículo en uno de los aspectos fundamentales: la edad.

EN LA POLÍTICA primigenia, la de las antiguas civilizaciones que inventaron casi todo aquello con lo que hemos construido el mundo contemporáneo, los ancianos tenían un gran poder. Bajo diversas fórmulas, dependiendo de la época y del lugar, eran referentes en la toma de decisiones, como se puede comprobar estudiando la Gerusía espartana, un órgano de gobierno formado por veintiocho ancianos con título vitalicio encargados de preparar las leyes y responsabilizarse de procesos (que hoy llamaríamos judiciales) de especial trascendencia.

Una de las disfunciones a la que hemos llegado en las democracias modernas es el rechazo a los mayores en política. La razón es sencilla. El desarrollo pernicioso de los partidos de masas ha provocado que alguien que está en política a los sesenta o setenta años, por regla general, lo está sobre todo por haber tenido la habilidad suficiente para aprender a sobrevivir a las argucias orgánicas dentro de los partidos, y no tanto por provenir de un ámbito profesional donde destacaba antes de entrar en política.

Creo que la diferencia es fácil de comprender. Si un político “profesional” (es decir, que no ha destacado en nada antes de ser político) tiene setenta años y lleva en política desde los veinte, el rechazo social es muy probable. Sin embargo, si alguien como el doctor Nájera (cumple ochenta años el año que viene) estuviera tomando decisiones importantes en la lucha contra el SIDA, nadie miraría su carnet de identidad, más bien al contrario, se consideraría socialmente un privilegio que alguien así guiara nuestro destino en esa materia.

No es la edad, pues, la razón por la que son rechazados tantos políticos mayores, sino la forma en la que han accedido a la política, el tiempo que llevan en ella y los méritos que figuran en su expediente. Y uno de los graves problemas de la política española, en mi opinión, es la exclusión de la gestión pública, tácita o explícitamente, de los mayores que saben de lo que hablan.