El compromiso de los militares egipcios de celebrar elecciones presidenciales antes del 30 de junio del próximo año para que un civil ocupe la jefatura del Estado y la formación de un Gobierno de salvación nacional, que sucederá al dimitido de Esam Sharaf, permite ganar tiempo al generalato, enfrentado a la calle y a los partidos. Si la transición egipcia se presagió desde el principio harto difícil, la protesta popular de los últimos días, con los cuarteles dudando entre la represión sin tregua y el paternalismo, ha confirmado los peores augurios. Porque la tutela uniformada de cuanto ha seguido a la renuncia de Hosni Mubarak es un lastre que impide avanzar hacia la institucionalización del nuevo régimen y plantea muchas dudas en cuanto al margen de maniobra de la asamblea que se elegirá el próximo lunes. Un solo dato permite medir el alcance del problema: Egipto se atiene a los dictados del Ejército desde 1953. En los últimos 58 años, tres generales --Naser, Sadat y Mubarak-- se han sucedido al frente del Estado y, salvo el primero, ungido con el carisma del héroe libertador, nunca contaron con la simpatía de la calle. Y ahora, en plena transición, los militares carecen de un candidato que, con o sin uniforme, pueda garantizarles que conservarán sus prerrogativas. Si lo tuvieran, la junta militar vería el futuro más despejado y sería menor la tentación permanente de corregir el rumbo de la revolución y controlarla.