La nueva sociedad española tiene numerosos problemas, algunos de ellos de profunda gravedad. Una gravedad que creo que no se entiende ni se atiende por todos los gobernantes ni por la mayor parte de la ciudadanía. De esos problemas, quizás el más estructural, el que más ramificaciones tiene y el más urgente, es la educación, sobre todo la de nuestros niños y adolescentes.

A los dos espacios tradicionales donde se ha venido llevando a cabo la labor pedagógica, la familia y la escuela, hay que sumar ahora una tercera instancia, de tanta importancia o mayor: los medios de comunicación de masas. Esta no es una cuestión nueva —los medios de masas existen desde el siglo XIX— pero sí es nueva la multiplicidad de pantallas, la rapidez y ubicuidad en la transmisión de los contenidos, así como la universalización de los dispositivos.

Por otro lado, no debemos olvidar que en España hubo elevadísimos porcentajes de analfabetismo hasta bien entrado el siglo XX, de hecho en 1980 todavía era un 12% y en la actualidad, aunque parezca increíble, 700.000 españoles no saben leer ni escribir. En cuanto a la tasa de alfabetización relacionada con los medios de comunicación de masas, a día de hoy sigue sin haber estudios fidedignos —lo cual es muy significativo en sí mismo—, pero baste decir que un estudio de la OCDE datado en 2016 afirmaba que el 93% de los europeos adultos no eran capaces de utilizar un ordenador con soltura.

Así pues, empezando por este último espacio de alfabetización, el de los medios de masas, es evidente que lo primero sería establecer un modelo de medición de las competencias necesarias; después, modificar sustancialmente el sistema educativo para que desde niños aprendamos a enfrentarnos a este tipo de pedagogía no formal y se mantenga una formación permanente a lo largo de la vida, adaptada a los cambios tecnológicos; en tercer lugar, regular los contenidos de los medios para que las mentes sin formar no sean víctimas de la publicidad ni del adoctrinamiento; y, en cuarto lugar, establecer sistemas parentales eficaces que obliguen a las familias a controlar adecuadamente lo que ven sus hijos.

La familia, como decía, es otro de los tres ámbitos donde se educa. Este es el espacio que más me preocupa, por las transformaciones que ha experimentado en España la educación en casa. Primero, por el gran cambio en el núcleo familiar (más familias monoparentales, más parejas separadas, más madres trabajadoras, etcétera): ha disminuido enormemente el tiempo que los padres pasan con sus hijos.

Segundo, por la modificación en las costumbres —seguramente relacionada con lo anterior— consistente en una extraordinaria permisividad para los pequeños, que desemboca en diversas patologías familiares (la más estudiada, el «síndrome del niño tirano»). Tercero, por la relación que todo esto tiene con el ámbito de la escuela, donde antes la palabra del profesor era ley y ahora lo es la del niño, hasta el punto de que la violencia de los padres contra los profesores comienza a convertirse en un serio problema. Cuarto, por la escasa atención prestada por los padres a la relación de los niños con los medios de comunicación.

Lo dejamos aquí, por no alargarnos, aunque podríamos seguir, pero resumiendo: es enorme la responsabilidad de los padres en la mala educación de los niños y jóvenes contemporáneos, aunque sea incorrecto políticamente dejarlo por escrito. Debe formar parte del debate público.

¿Qué decir de la escuela? Que necesita cambios vertebrales, desde la educación infantil hasta la universidad (esta última, según dicen muchos de los docentes en privado —ojalá lo dijeran en público— «habría que demolerla y volverla a construir desde cero»). Sistema de acceso al profesorado más transparente, eficaz y equitativo, mejores salarios, mayor autoridad en el aula, más inversiones globales en educación, sistemas de evaluación del desempeño y un largo etcétera que forma parte de ese pacto de Estado del que se lleva hablando décadas pero que ni se atisba en el horizonte.

Si la educación de nuestros niños y jóvenes llega por tres vías, y en ninguna de las tres vías existen calidad ni intención de evaluarla y mejorarla, ¿cómo imaginan que serán los adultos del futuro? ¿De qué nos extrañamos?