Se habla mucho estos días de educación, lo cual no extraña: desde la guardería a la universidad, el sistema educativo está en pausa o stand-by, y las autoridades no saben qué hacer: órdenes y contraórdenes llueven sobre los profesores, que ni siquiera en esta situación se libran de la burocracia, ese trabajo de Sísifo.

Como suele ocurrir en España, más que abordar los problemas reales de los alumnos (como los vergonzosos índices en ciencias, comprensión lectora y fracaso escolar), se buscan cuestiones menores pero cargadas de política. Si en los años 30 se lió con la cuestión de retirar o no los crucifijos de las aulas, ahora es por si la Religión católica tiene más o menos peso o si las clases de educación sexual son obligatorias, o mejor que haya la parida del «pin parental» y que los alumnos se informen en internet. Aparte, en nuestro Desunido Reino basta con que el Gobierno central plantee una cosa para que las regiones del PP, y los nacionalistas periféricos, hagan la contraria.

He aprovechado estos días para releer el libro de Andreu Navarra, Devaluación continua. Informe urgente sobre alumnos y profesores de secundaria (Tusquets, 2019) que se publicó en septiembre pasado, coincidiendo con la «vuelta al cole» y que tuvo un notable eco mediático. Nacido en 1981, su autor es prueba de que hoy día el mejor ensayo se escribe, casi siempre, al margen de las universidades. Aunque por número de publicaciones haya muy pocos profesores de su edad que lo superen en el área de la Filología, a Navarra se lo pusieron tan difícil que acabó decidiéndose por la educación secundaria, lo cual hace aún más meritoria su productividad (es también novelista y hace poco publicó en la Editora Regional Piedra y pasión: Los viajes extremeños de Miguel de Unamuno).

El libro, escrito con humor, trufado de las anécdotas compartidas con sus alumnos, a los que dedica el libro, es una diatriba tanto contra los teorizadores de la didáctica que no han pisado un aula, como contra «una burocracia que se cruza entre los profesores y los alumnos, que no deja tiempo a nadie para centrar la atención en el aprendizaje». En efecto, de la escuela a la universidad, los profesores viven bajo el peso de una burrocracia que agobia y desmotiva, y que casi nunca aporta nada sino justificación para los puestos administrativos.

Junto a eso, el libro describe tanto la desidia de alumnos como la desmotivación de los profesores, que se convierte en círculo vicioso, pues como dice Navarra, «no paramos de repetirles, desde los medios, desde las tarimas, que no tienen futuro. Y luego nos preguntamos por qué hay tantos casos de ansiedad». Recuerdo comentarios como el de una profesora, que hacía un mal juego de palabras afirmando que los alumnos de Historia son escoria, o tanto docente que divide en buenos y malos los alumnos, como si su labor no fuera enseñar y motivar a todos.

Para Navarra, detrás del mantra de «adaptar la educación a la sociedad» hay un móvil inconfesable, y es que «los poderes económicos se han dado cuenta de que una ciudadanía sabia e informada puede ser un freno para su depredación a escala global, y han emprendido una guerra silenciosa contra el conocimiento». Debería ser al contrario: en la escuela se forman los ciudadanos que moldearán la sociedad futura, que debería ser mejor que la presente.

Cuando supe de este libro, decidí ponerlo como lectura para mis alumnos del Máster de Formación del Profesorado en Educación Secundaria, y el éxito fue rotundo: era raro el asunto en el cual no apoyaran los estudiantes la perspectiva de Andreu Navarra, al que incluso algunos escribieron por facebook o twitter. Sin duda es un libro que fortalece vocaciones docentes, en estos tiempos de sospecha, amenazas y opresión velada.

*Escritor.