El verdadero problema de la escuela no es, como dicen, «la mala educación de los niños» (algo tan peregrino como afirmar que el problema de los hospitales es «la mala salud de los pacientes»), el desprestigio de los maestros o el desinterés de las familias... El mayor problema de la escuela es que, tal como está concebida, empieza a ser innecesaria. Se ha dicho muchas veces: la escuela como mera transmisora de información ya no tiene sentido. Lo tenía cuando la información era escasa, lenta y costosa. Hoy es barata, instantánea y tan abundante que el problema ya no es obtenerla, sino filtrarla y ordenarla para que no nos vuelva locos.

Para evaluar y ordenar el torrente de información que nos invade lo que necesitamos son criterios. Criterios epistemológicos (para saber qué creernos) y criterios ontológicos (para saber cómo clasificarlo). De buscar y esclarecer estos criterios se ocupa la filosofía, cuyas dos «ramas» principales son, justamente, la epistemología (que trata del problema de la verdad) y la ontología (que trata de cómo ordenar el mundo). La reflexión, el análisis y la argumentación en torno a la verdad o la estructura del mundo son, pues, condición necesaria para entenderse con (y en) este entorno rebosante de información -pero no del conocimiento que permite estructurarla y darle sentido- en que vivimos. Son, además, los ingredientes de lo que se suele llamar «pensamiento crítico», algo que algunos reclaman -justificadamente- como materia educativa.

Lo bueno es que esa materia... ¡Ya existe! La reflexión argumentada sobre las ideas propias y ajenas y el análisis racional y crítico de las mismas son parte del procedimiento habitual en filosofía. Es más, son un asunto específico de esta, tal como el «análisis morfológico» lo es de la materia de lengua o la «resolución de ecuaciones» de las matemáticas.

Digo esto último porque circula la idea de que el «pensamiento crítico» es un tema o competencia transversal y no específica de ninguna asignatura. Esto es un error básico. Una cosa es que todas las materias puedan contribuir al desarrollo del pensamiento crítico (y a muchas otras cosas) y otra, muy distinta, que exista una materia en que dicha habilidad se tematice de modo consciente y fundamentado. Esta materia es la filosofía. Decir que el pensamiento crítico ha de ser transversal «porque todos los profesores piensan y son críticos» es tan absurdo como decir que la lengua o las matemáticas han de ser transversales porque «todos los profesores hablan» o «utilizan números».

Generar la capacidad para evaluar y ordenar la información que nos abruma (y nos mantiene dispersos e inactivos) es, además, solo uno de los objetivos de la materia de Filosofía. Otro, igual de importante, es el desarrollo de la capacidad para emitir juicios (políticos, morales, estéticos...) de manera autónoma, esto es, de acuerdo a criterios propios y razonados. Ser libre no es hacer o pensar lo que uno quiera (eso es solo ser un caprichoso) sino saber lo que se quiere y por qué. Y ello exige, de nuevo, reflexión, análisis crítico, argumentación... La filosofía no solo sirve para no perder la cabeza en entornos saturados de información, sino también para formar ciudadanos y personas capaces de saber lo que hacen cuando escogen sus opciones políticas o personales.

Así, si queremos personas con capacidad para orientarse en el mundo y decidir libre y responsablemente, tenemos que considerar al pensamiento crítico no solo como el método adecuado de aprendizaje (memorizando lo que te dicen solo se aprende a obedecer), sino también como el objeto de ese mismo aprendizaje. La información ya está, toda, en las redes. Pero la capacidad de pensar (de discriminar, ordenar, valorar esa información) no. Por eso, si la escuela ha de ser útil para algo más que guardar y enseñar a obedecer, la reflexión de alcance epistemológico, ontológico y ético-político ha de ser su asunto fundamental. Y esto desde el principio. Poner a los niños frente a la tele o el móvil y no darles, también desde el principio, las herramientas para defenderse de todo eso es un caso, y muy grave, de corrupción de menores.