En el tren el sol de invierno se convierte en un lujo solo al alcance de quienes volvemos a las periferias desde la capital, donde todo bulle con exceso aunque sea enero. La calma se rompe cuando el revisor mantiene una conversación tensa con un viajero impertinente que se queja del servicio. Es muy español discutir sin venir a cuento y que finalmente pase lo que pueden imaginarse: terminan mandándose a hacer puñetas el uno al otro. Nos han estropeado la magnífica puesta de sol al otro lado de las vías.

Las dos camareras que me sirvieron antes de viajar el desayuno en una cafetería del centro tienen que trabajar en domingo. Son españolas, cosa rara si tenemos en cuenta que la hostelería ha pasado, sobre todo en ciudades grandes, a ser tarea de otras nacionalidades por aquello de los sueldos y la mano de obra barata. Las dos chicas me miran y me atienden con toda la educación y profesionalidad que he tenido la suerte de encontrarme. Me desean un buen día y hasta percibo una empatía especial que me aligera el hambre y la resaca. Definitivamente, creo en la comunicación con el ser humano, a pesar de que se deba al trabajo en un día festivo.

ESTÁ cayendo la tarde y de repente reparo en el conductor que anoche me devolvió a casa. Charlamos toda la carrera, con su buen español y acento extranjero. El transporte está cambiando y también es un valor en alza que haya un trato exquisito. Aquel tipo me demostró que da gusto encontrarse a personas que un sábado por la noche curran para los ciudadanos que estamos de ocio. Qué sencillo es hacerle la vida a la gente más fácil y, claro, más difícil si se pierden las formas y la educación. Y es que, tantas veces, la fina línea que separa el buen rollo de la crispación se convierte en un hilo fácil de romper. Solo hace falta salir a la calle para entenderlo. Hagan la prueba.

* Periodista