En muchas ocasiones voy al campo a correr. Allí me encuentro con personas acompañadas de sus perros disfrutando de la naturaleza. Suelen producirse dos escenarios: uno que los animales estén educados, con lo cual, en la medida de lo posible, procuran no molestar a los demás e incluso hacernos copartícipes de su sana alegría. Otro, que los dueños sean conscientes de que, lógicamente el perro quiere jugar pero cuando se encuentra con un extraño a lo mejor no comparten las mismas intenciones. En esos casos, estos dueños educados, esbozando una sonrisa y acompañados de un saludo, sujetan unos segundos a sus perros y todos tan contentos. Incluso puede darse la circunstancia de que en medio de un despiste se te abalance momentáneamente. No hay problema, el dueño se disculpa, lo agarra mientras tú pasas y continuamos nuestra feliz jornada. En todos estos casos sólo me cabe agradecer el buen saber estar de aquellos que podemos tener ilusiones compartidas sin colisionar en nuestros derechos.

Sin embargo, algunas veces te puedes encontrar con individuos que posiblemente no estén preparados para vivir en sociedad. O que necesiten pasar por las aulas a recibir clases de educación cívica. Son los que cuando el impetuoso can se abalanza sobre el viandante, te espeta (la primera vez) que no hace nada, te insinúa que no hay de qué preocuparse-, pasas de nuevo a su lado y se reproduce la desagradable situación anterior. Se te ocurre lamentarte y te rumia que estamos en el campo ¡Cómo si el respeto tuviera lindes! No parece correcto que algunos interpreten sus pasiones con la intromisión en las aficiones de los demás. Son precisamente los que se quejan amargamente cuando les provocan cualquier disfunción en su calidad de vida.

Creo que flaco favor hacen a la defensa de los animales que la mayoría queremos comprender. Malinterpretan lo políticamente correcto identificándolo con el libre albedrío. En casos como estos últimos el problema no viene nunca del perro. Es el dueño el que necesita educarse. Se comportan como aquellos aficionados que vociferan ahítos de alcohol en los espectáculos deportivos las decisiones de los árbitros. O como los automovilistas que se saltan un semáforo en rojo al creer que no pasa nadie por el paso de cebra y si se lo recuerdas te saca un dedo por la ventanilla. O los que circulan por el interior de los arcenes en las circunvalaciones que rodean la ciudad y que tanto asustan a ciclistas y paseantes- Malos ejemplos, son.

Nos encontramos en entornos reducidos en los que el espacio puede ser fácilmente de todos. Cuesta muy poco entendernos. Tan solo comprender que las normas de convivencia facilitan que en el plano colectivo podamos beneficiarnos de las oportunidades cada vez mayores a nuestro alcance, pero que, sin embargo, nunca deben revertir en patrimonio personal hasta convertirse en un ¡Viva yo!

*Doctor en Historia