Hay un rastro de nuestro ego en cada cosa que hacemos, incluso, en los actos más involuntarios o menos conscientes que podamos imaginar. Sucede en campos muy distintos de la actividad profesional hasta el punto de suponer todo un ejercicio de humildad cuando tratamos de autoevaluar esa capacidad tan humana de mirarse el ombligo. Viene a cuento esta reflexión ante el panorama tan desolador al que estamos asistiendo en la política nacional. Si bochornosos fueron los momentos vividos el pasado fin de semana, afrontamos ahora la cuenta atrás para evitar unas terceras elecciones para tomadura de pelo del ciudadano de a pie que asiste, impertérrito, a la descomunal caída de credibilidad de la clase política. Sí, clase política que no deja de mirarse a ella misma hasta el hartazgo, incapaz de resolver situaciones que, en otro escenario, hubieran sido insostenibles. Y como yo tampoco quiero cansarles, asistimos a este panorama a causa del repetitivo ego de alrededor, con el que convivimos a diario y que tanto exceso tóxico provoca en nuestra sociedad. ¿Es aceptable que los ciudadanos tengamos que seguir aceptando todo esto como algo normal? ¿O es que el comportamiento «español» tiene adquirido ese gen? Algunos días, mirando el televisor antes de irme a dormir, la ceremonia se repite tras escuchar sucesiones de declaraciones, criticas, valoraciones y exabruptos. El mismo guión, las mismas formas. A veces los niños nos demuestran que pueden ser más inteligentes, aunque siempre les gane la ingenuidad. Quizá su ego provoque rabietas, inconscientes, a diferencia de nosotros, sus mayores, enfrascados en dinámicas que se contagian de las malas prácticas de quienes vemos al otro lado de la pantalla. Y no solo hay políticos. Hagan un recuento y ya verán. Ojalá aprendamos pronto que el mundo, el nuestro y el de alrededor, no terminan en el centro del estómago.