Los aficionados al cine clásico saben que un buen guión debe mantener un interés creciente hasta alcanzar el clímax, el momento culminante. Si ese minuto de apogeo es intenso, la película vale la pena. Los procesos políticos también tienen que alcanzar un clímax para interesar al público. Se ha visto claramente en las elecciones francesas, en cuya primera vuelta se ha registrado un extraordinario índice de participación (cercano al 85%). Los votantes sabían que iban a ser protagonistas de un cambio político envuelto en tintes dramáticos. Pues bien, todo indica que las elecciones municipales y autonómicas que van a celebrarse en España el próximo 27 de mayo van a estar más cerca de la frigidez que del clímax. Es decir, vamos hacia una campaña aburrida y hacia una participación discreta.

Las grandes movilizaciones de voto en España se han producido --como ahora en Francia-- en momentos de alternancia en el poder. O, dicho de otro modo, cuando se han producido cambios en las mayorías es porque ha habido gran participación en las urnas. Fue el caso del 28 de octubre de 1982 y el triunfo arrollador de Felipe González tras el susto del 23-F, o fue también lo ocurrido el 14-M del 2004, después de otro susto tres días antes. La población sintió el dramatismo de esos momentos y transformó la emoción en el impulso de votar. Se llegó a un clímax. Pero no se alcanzó en los referendos de los estatutos catalán y andaluz. Todo el dramatismo era de cartón piedra y lo aportaban las tertulias de la radio con sus exageraciones. El público no se creyó las proclamas de que estábamos en una encrucijada histórica y no fue a votar. La actual agenda política --en término tan de moda como de dudoso respeto del idioma-- hace poco previsible que el público se vuelque con las elección de concejales, de las que nadie habla. Las batallas se llaman Conthe, Díaz de Mera y Abertzale Socialistak. O sea, más de lo mismo.

*Periodista