Son tan inteligentes los dispositivos smart que llevamos cada uno, incluso los niños pequeños que, apenas sin darnos cuenta, forman ya una parte muy importante de nuestras vidas. Se siguen llamando «teléfonos» pero, para ser justos, deberíamos ir pensando en cambiarles el nombre porque, si bien los utilizamos para comunicarnos por voz, imagen, mensajes y Whatsapp, también es verdad que nos sirven para ver la televisión y para escuchar la radio. Los utilizamos también para disfrutar de buena música y nos servimos de ellos para guiarnos cuando vamos conduciendo. Hasta los usamos como linternas en la oscuridad.

Nos enseñan una ciudad que no conocemos palmo a palmo y nos valemos de ellos cuando queremos navegar por internet. También los utilizamos para escribir un documento, y se permiten el lujo de corregirnos cuando algo lo hemos escrito mal. Nos vienen fenomenal para hacer fotografías, y para hacer vídeos, e incluso nos hacen el mejor montaje de recuerdos en un santiamén.

Consultamos con ellos la cuenta del banco y, también con ellos, pagamos facturas, recibos y realizamos transferencias. Muchas veces los consultamos como enciclopedias y diccionarios, e incluso como traductores de idiomas. Les preguntamos muchas veces qué tiempo va a hacer, y no solo mañana, sino en los próximos catorce o quince días. Nos sirven también como agenda para apuntar nuestras notas y nos recuerdan los cumpleaños de familiares y amigos. También los utilizamos como reloj despertador para que nos despierten con una melodía, con música favorita o escuchando una cadena de radio.

Conocen a la perfección la fisonomía de nuestro rostro y la disposición exacta de nuestras huellas digitales. Puedes sacar con ellos las entradas del cine y nos permiten poner en funcionamiento y a distancia los dispositivos de nuestros hogares para, sin estar en casa, ver con ellos el funcionamiento de nuestra alarma. Podemos enchufar el riego del jardín y la calefacción.

Si les acercamos nuestro dedo índice saben y conocen nuestras pulsaciones, la tensión arterial y, al final de la jornada te dicen, con asombrosa exactitud, los pasos que has dado y los kilómetros recorridos. Llegan a decirte las calorías que has quemado si has estado con ellos en el gimnasio, e incluso si debes volver a casa andando o en taxi, dependiendo de si ese día has aprovechado el tiempo o no en los aparatos «quemagrasa». Confiamos tanto en estos dichosos aparatos, les hemos dejado entrar tanto en nuestras vidas, que se están adueñando por completo, incluso, de nuestra voluntad.

Ayer, el mío, después de medirme las pulsaciones, la tensión, ponerme una música de Richard Clayderman, que yo no le había pedido, y decirme el tiempo que iba a hacer, me preguntó que qué me pareció la taberna en la que estuve la noche anterior tomando cervezas. Creo que incluso me sonrojé. Y yo me pregunto, ¿y cómo se habrá enterado él, si esa taberna es una «tabernucha de mala muerte» que casi ni los de ese pueblo saben que está allí? Pues lo sabe. Ellos lo saben.

* Exdirector del IES Ágora de Cáceres