Por la interestastal 95 escapan los neoyorquinos de la presión de la semana. Empieza a nevar y los sueños con cabañas con fuegos que hipnoticen sus sentidos, tan convulsos y cafeinados, les conducen como si fuera un GPS. Otros vuelven a casa y en el coche, con la radio encendida, por una vez sin noticias, sino con música con la que marcar el ritmo al volante, idealizan incluso la compra del sábado en el supermercado y la comida familiar del domingo.

Las nubes bajas, espesas, las horas repletas de impaciencia y de conductores que suspiran, ralentizan la circulación, que se detiene a cada poco. Y sin apenas darse cuenta, el horizonte se aligera de construcciones y letreros en los que despistar la mirada. Los arboles, majestuosos, humanizan los márgenes, las ramas blancas se extienden y acaban en finas transparencias de cielo. Los desvíos de la autopista se desgranan como capítulos de una novela larga. Que cuando comienza el condado de Lancaster se transforma en cuento. Desde los porches de madera blanca se balancean, en mecedoras, los ritmos suaves de una primavera que tarda en llegar, pero que ya ha abierto en sus jardines los primeros bulbos.

Crocus y narcisos. Los vehículos, tímidos, parecen pasar de puntillas temiendo molestar, interrumpir el pulso despacioso que cala, sin romanticismo, sino como una percepción física. El paso de los coches de caballos, el cruce de la calle para recoger el correo de un hombre de larga barba blanca, dos niños con traje negro y con sombrero de paja junto a su madre con cofia blanca, no inmuta, ni siquiera motiva levantar la vista del periódico. Las granjas, los graneros rojos, los silos, se perfilan sobre las colinas, aparecen tras las curvas, suaves, como la respiración.

Desconozco si es la percepción que tenemos de estas tierras, el imaginario que el cine y la literatura confeccionó en nosotros, como las colchas de retales que cosen para preparar el invierno, lo que nos predispone para la calma, o si, con sus ademanes, con la liturgia de lo sencillo, perfuman el aire, traspasando las muchas capas de ropa que nos protegen del frío. Silbando se acompasa la tarde cayendo sobre los campos: «Desde muy chico ansiaba todo eso, … sabía muy bien que había brotado del barro y que mientras siguiera el orden natural de las cosas, estaría bien. (…) Puedo sentir los ritmos de la tierra, el crecer y el florecer y el desvanecerse y el morir, en mis huesos. Puedo sentir la vida. No necesito nada más».