La feria. El tumulto. La televisión, la palabra que nos ametralla. Las voces montadas las unas sobre las otras. Nosotros, los que opinamos, y nuestros argumentos repetidos en espiral. La torrentera del verbo sin defensa ni tregua. Las dos orejas magulladas. Los ojos, también dos, también rendidos. Por ejemplo, la España que nos envuelve. Y aturde.

Pienso que, en ocasiones, en casi todas las ocasiones, más nos valdría callar. Volver al silencio. Y escucharnos por dentro. Solos. En soledad. En silencio. Como si fuéramos sabios. O, al menos, como quienes aspiran a serlo.

En España, es bien sabido, se tiende al griterío. Al exabrupto en chorro. A premiar al ocurrente y a despreciar al reflexivo. ¡Ay, España de mis amores y de mis taras! No hay feria sin que a uno le sangren los oídos en esta tierra de chicharra y tamboril. Y desde que se inventó el sonido en lata y los altavoces de repetición, aún peor. Sin tasa ni medida. Esto es un sindiós. Cada tonto tiene su altavoz. Yo mismo. Porque aquí, estar callado está mal visto. Estar callado te hace sospechoso de necio o, lo que es peor, de manso.

Mas, en ocasiones, como el toro busca su querencia, el hombre busca el silencio. El silencio como rambla de virtudes. La humildad es la primera de todas ellas. El silencio es el don con que Dios premia a los humildes. Los fatuos hablan, y escriben, sin medida. Hablamos. Escribimos. Solo los humildes saben callar.

Bien es cierto que el hombre es hombre porque habla. El hombre no pasaría de bestia si no le coronara el don soberbio de la palabra. Frente al mugido de la bestia, la palabra. Pero el hombre solo es imagen de Dios cuando calla. No por miedo, ni por ausencia de lengua o de entendederas, sino por ansia de sabiduría. Entre otras cosas, porque el que sabe guardar silencio, sabe mejor hablar. El silencio es la proporción clásica de la palabra. La palabra sin silencio está huérfana de fundamentos. Huérfana de íntimas reflexiones. Huérfana de luminosas contemplaciones.

¡Silencio! Se piensa... Frente al desorden moral del verbo papagayo, se yergue el silencio como linde mayor del respeto. Frente a las palabras mil veces repetidas, mil una si se cuentan las mías, el silencio como freno a ese desorden. El silencio, además de ser fuente de respeto, de prudencia y de reflexión, es la más caudalosa fuente de la palabra. El silencio anda viendo crecer las palabras. Así como el padre ve crecer a sus hijos.

Tiempos ruidosos los que nos ha tocado vivir. Quizá no mintiera si les llamara mentirosos. Tiempos mentirosos, digo. Conviene reflexionar en silencio. En calma. En paz. En armonía. Para no errar. Para levantar frente a la injuria del verbo, el perdón del silencio. Perdón y justicia, que el uno no se entiende sin la otra. El verbo tiende a la llama. El silencio es ingrávido y no quema, acaricia. El silencio aguza las flechas del entendimiento. También por feria.

En España es feria a diario. En la calle y en los medios. El griterío más soez campa por doquier. Por cada cabeza que piensa, cien embisten. Es el hierro con que se marca a los nacidos en estos tiempos digitales. Porque el silencio nos asusta. Porque callar nos da miedo. Y, sobre todo y ante todo, porque pareciera que la razón está en manos de los que más vociferan. Cual chalaneo de tómbola. Y vuelta al aturdimiento.

Admiro a los que callan. A los tontos que hablan después de pensar. Tontos magníficos hasta la santidad. Los que no repiten las verdades de los barqueros de turno. Los que se miran por dentro antes de señalar culpables. Los que de tanto acariciarlos, acrisolan sus propios pensamientos. Los que del silencio han hecho báculo en su caminar. Porque el silencio es el relicario que guarda la palabra. La que nos hace humanos. La que nos permite hablar con Dios cuando todo a nuestro alrededor es, escribió Kipling, cabeza perdida.