Mis alumnos de Bachillerato no tienen tiempo que perder. Ni siquiera después de clase, cuando toda su actividad está supeditada a un complicado horario de sesiones de apoyo, deberes, preparación de pruebas, cursos y cursillos. Hasta hacen horas extras en el instituto y van por las tardes a recibir más clases o a hacer exámenes que no hubo tiempo de hacer por la mañana. No es por amor al arte: algunos necesitan notas altas en su expediente, otros «estar a la altura», y todos hacer lo que se debe para no quedarse atrás. Mis alumnos no tienen un minuto para pensar, soñar, dudar, valorar o comprender. Vamos, que no tienen tiempo (más que) para nada.

Y no solo ellos. La sociedad entera parece «abducida» por un modelo educativo en que todo se supedita a la contabilidad del rendimiento, al desarrollo de competencias, a la entrega ciega a una carrera de obstáculos en pos del «triunfo» que se supone deseamos. Gran parte de la pedagogía que aparece en los medios, patrocinan los bancos y subvencionan los gobiernos, atiende justamente a este modelo economicista y pragmático de educación. Se reconoce en la retórica de la «innovación» y el «emprendimiento» (es decir, en la subordinación a los criterios de productividad), en la obsesión por los informes de la OCDE (PISA) y la evaluación constante de los alumnos (exámenes, test, gráficas de rúbricas...), en el culto a la metodología y la tecnología huera de contenidos (pues se trata de transmitir habilidades más que ideas) y en los enfoques psicosofistas que apenas disimulan el interés al que sirven («rinde al máximo, acepta cualquier condición con flexibilidad y optimismo, aléjate de toda negatividad...»).

Imbuidos de toda esta ideología, los alumnos (y sus padres y profesores) tienen pánico a todo lo que ralentiza o paraliza el esperado rendimiento: los tiempos muertos, los bandazos, las desviaciones, los tropiezos, los suspensos, las dudas… Todos son sinónimos de esa terrible palabra: el «fracaso». Leí hace años que el director de un colegio privado recomendaba a los padres que prohibieran a sus hijos las relaciones amorosas: podían comprometer -decía- sus resultados académicos y poner en riesgo sus prometedoras carreras...

Sin embargo, los bandazos, los tropiezos, las dudas (por no hablar de las congojas amorosas) son el verdadero motor del aprendizaje. En un precioso libro (La hora de clase), Massimo Racalcati nos recuerda que sin el momento del fracaso y el suspenso, como ruptura con las demandas interiorizadas del entorno, no hay lugar para la comprensión de los propios deseos. Sin el abandono del «camino recto» somos esclavos del proyecto de otros. Y sin apropiarnos, dolorosamente, de nuestro propio e incierto paso, no existe verdadero afán o búsqueda de conocimiento.

He visto a brillantes alumnos llorar de angustia ante su primer suspenso. De repente se veían solos, fuera de la tranquilizadora sucesión de aprobaciones externas en que vivían, y enfrentados a la terrible pregunta: ¿qué es lo que quiero yo más allá de lo que los otros quieren que quiera? El suspenso supone «perderse», pero también «suspender» la más ciega huida hacia adelante que es el obligado «camino al éxito». «Ve despacio -decía el poeta-, que a donde tienes que ir es a ti solo». Pero para ir a nosotros mismos y encontrarnos, antes tenemos que... perdernos.

«Educar» -dice Recalcati- no es «conducir» a alguien por el «camino recto», sino «sacarlo de sus casillas», «corromperlo». Es ahí donde educar (educere) se confunde con seducir (seducere). El verdadero aprendizaje nace de la desviación, el tropiezo y la pérdida, y de la angustia de encontrarse solo y libre. Por ello, el maestro, lejos de formar al alumno como a una máquina competente y homologable, ha de promover la desviación de la que arranca toda subjetividad y verdadero deseo.

Solo desde la raíz angustiada del deseo liberado e inerme tras el «suspenso» de la evaluación ajena, cabe la búsqueda humanizadora, el amor por la cultura, el espíritu inquisitivo y crítico que representa el verdadero aprendizaje -ese que hemos compartido a veces, a la hora de las clases que te cambian la vida, alumnos y profesores-.

*Profesor de Filosofía.