La muerte de Eluana Englaro ha hecho más sangrante si cabe el lamentable espectáculo de oportunismo y dogmatismo intransigente representados por el Gobierno italiano y la Iglesia. La posibilidad de capitalizar para su causa el voto católico ha llevado a Berlusconi a convertir la reflexión sobre un asunto tan delicado como la eutanasia en un cruel ejercicio de propaganda que ha puesto en entredicho la división de poderes y la separación Iglesia-Estado. Mientras tanto, el respeto a la voluntad expresada por Englaro de no vivir en estado vegetativo y el debido al Tribunal Supremo, que autorizó al padre de la mujer a decidir por ella, han quedado en un segundo plano, mientras una moral exenta de sentido crítico se adueñó del debate.

Nada es blanco o negro en un trance tan difícil como el afrontado por el padre de Englaro. Es legítimo, respetable y humano que haya quienes, a la luz de sus convicciones morales mantengan reservas en cuanto a la eutanasia y, por la misma razón, merecen respeto y consideración quienes estiman que el testamento vital o la opinión serenamente expresada por una persona deben atenderse sin más interferencias que las garantías médicas y jurídicas exigibles en cada caso. Nada de eso se ha hecho con Eluana Englaro. Ni se han tenido en cuenta los 17 años de vida inconsciente de la afectada ni su derecho a cubrir el final de la existencia sin que nadie sacara provecho de su último aliento.