Este año fueron puntuales al horario de llegada. Los días 30 y 1 de julio, tras los cristales de la sala de espera del aeropuerto, los vieron descender por las escalerillas del avión. A medida que se acercaban por la pista acompañados de sus cuidadores y cargados con sus mochilas, los padres de acogida sintieron aletear con fuerza el corazón. Llegaban con caras sonrientes y cansadas por las veinticuatro horas de viaje desde que salieran de sus campamentos.

Los niños saharauis, los hijos de la arena, compartirán durante dos meses con sus padres y hermanos españoles. Se evadirán de las altas temperaturas del desierto, repondrán fuerzas de las sacudidas del hambre y recobrarán posibles carencias de salud.

Vienen acogidos a unas vacaciones solidarias dentro del programa Vacaciones en Paz , para olvidar por unos días la triste situación en que se encuentran como refugiados y respirar bajo un clima en el que no se sientan envueltos en un ambiente bélico, de aquel territorio donde los separan de sus playas el mayor muro de la vergüenza que existe en la actualidad.

Pero quizá sin ellos saberlo, vienen como embajadores a denunciar la mayor injusticia a la que puede estar sometido un pueblo. Vienen como embajadores para hacernos ver que con menos regalo del que nosotros tenemos se puede a pesar de todo ser feliz, y que nosotros no valoramos. Para decirnos que la comida que habitualmente desprecian nuestros hijos, porque están hartos, para ellos sería maná divino. Y vienen también (y no es mi intención que esto suene a cursi o beatería y esto lo aplico para mí) a enseñarme a orar; a decirme cómo se reza sin complejos, cómo cuando uno no se cree autosuficiente necesita aunque no queramos reconocerlo, de alguien que calme nuestra sed espiritual.

Es cierto, que en décadas pasadas se nos imponían la religión y oración, lo que provocó la estampida de muchos, porque cuando se nos imponen las cosas es cuando más las rechazamos, es cuando menos libres nos sentimos; pero no es menos cierto, que es la misma época pasada en que a los profesores se les respetaba y hablaba de usted. Tema éste, en que ahora también andamos envueltos.

Que dicha cuestión resulta arcaica y molesta: lo entiendo. Yo sólo sé, que la criatura que reza en los alrededores, inclinándose en dirección a donde sale el sol, la que ha venido a mi casa en el programa de Vacaciones en Paz remueve mis cimientos y me resta orgullo y soberbia. En definitiva, me hace ser más niño, más persona, y no en el témpano de hielo en el que me convertí.

José Gordón Márquez **

Cáceres