Francia ha tenido siempre una virtud: ser una adelantada en las grandes convulsiones que el Viejo continente ha experimentado a lo largo de su historia. La revolución burguesa, el Frente Popular, mayo del 68, el no a la Constitución europea y la explosión de la segunda generación de inmigrantes en los suburbios son algunas de esas pulsiones que, con mayor o menor virulencia, se han ido trasladando luego fuera de sus fronteras.

La última ha sido una explosiva revuelta juvenil contra la intención del Gobierno de imponer el contrato de primer empleo (CPE), que en síntesis, suponía la potestad del empresario de despedir sin explicaciones y sin dinero a los jóvenes contratados. Fruto de esa presión popular, el presidente Chirac ya ha anunciado la retirada de esa controvertida reforma laboral; pero ojo, porque al margen de esta decisión política, la revuelta que han protagonizado los jóvenes en Francia --que nada tiene que ver sociológicamente con la quema de coches-- hace vislumbrar una tendencia que va a extenderse, más temprano que tarde, a otros países vecinos que comparten similares escenarios y problemas.

Los jóvenes que en Francia se han sublevado no son los hijos de los primeros magrebís llegados en los años de vacas gordas. Son los hijos de la burguesía, los estudiantes de bachillerato y de universidad que esperan escapar --al menos ellos-- del destino de un trabajo precario y de un despido probable. No se trata de la Francia que sestea en el bidonville a la espera de una primera oportunidad y un salario estándar de 1.000 euros casi de por vida. La que ahora sale a la calle y se enfrenta con la policía y pone al Gobierno al borde de la dimisión es la Francia de la que salen politécnicos, funcionarios, ingenieros, profesores...

Villepin, el primer ministro, seguro que tenía muy buenas intenciones al proponer su CPE, pretendiendo zanjar un montón de interrogantes: ¸cómo dar trabajo a todos cuando falta el trabajo? ¿Cómo incorporar a la vida laboral a una esperanzada población juvenil cuando el modelo económico basado en la gran industria, en las grandes corporaciones con millares de empleados, prácticamente ha desaparecido de Europa? ¿Cómo luchar contra el empresario que deslocaliza su empresa, en busca de salarios ridículos y trabajadores dispuestos a comprometerse con jornadas interminables y de horario flexible?

LA GRAN industria está siendo sustituida en toda Europa, de manera silente pero implacable, por una creciente presencia de la pequeña y mediana empresa y del sector terciario --turismo, servicios a empresas, pequeñas organizaciones caracterizadas por una ocupación muy contenida, una producción intensiva y una gran capacidad de innovación-- que van ocupando en el tejido productivo el lugar de las grandes plantas fabriles, de las acerías o de los astilleros, por poner unos ejemplos. Ese modelo ya habla chino o hindi. La sociedad del bienestar, anclada en el empleo fijo para toda la vida, en el proletariado rescatado de la explotación por los sindicatos y las reformas que aseguran la paz social también parece amenazada. Pero ¿sólo en Francia?

¿Acaso no está en peligro en España nuestra gran industria ensambladora del automóvil? ¿Nuestros astilleros tienen la carga de trabajo necesaria para competir con Corea del Sur o China? ¿Cuántas decenas de industrias de capital español están emigrando a la Europa del Este o al lejano Oriente? ¿Qué sucede con el empleo juvenil en España? Cerca del 70% de los jóvenes de edades comprendidas entre los 15 y 24 años tienen en estos momentos un empleo temporal, el peor dato de la Europa de los 25, al que sólo se acercan Eslovenia y Polonia. Más aún: casi uno de cada cuatro de los jóvenes españoles --el 22,3%, exactamente-- ni siquiera tiene un empleo precario: simplemente está en paro. Desde luego, la transición del sistema de enseñanza al mercado laboral es manifiestamente mejorable en nuestro país. Cuando el español acaba la enseñanza obligatoria le cuesta encontrar un empleo. Al 62% de los postulantes, más de un año. Y no por un gran salario. La retribución neta equivalente de estos nuevos trabajadores es muy poco superior a los 10.000 euros anuales.

La incertidumbre laboral, la falta de correlación entre formación y trabajo, incluso la tardanza en la emancipación familiar --¡¡¡entre los 30 y los 33 años, como media!!!-- y un excesivo arraigo territorial se han convertido, en el contexto económico mundial, en una demoledora carga social y una espada de Damocles sobre el Estado del bienestar. A la postre, los grandes usufructuarios de esa sociedad del bienestar, con empleos estables, casa en propiedad, un sistema sanitario de funcionamiento razonable y, si nada se tuerce, una expectativa de vida media cercana a los 80 años, han sido las dos generaciones anteriores a los jóvenes actuales.

DE ESTA GUISA, nos hemos instalado en la sociedad dual --viejas y nuevas generaciones con distintas oportunidades-- que, aquí y ahora, lleva ya unos años arraigada entre nosotros, aunque la ignoremos por conveniencia. Pero el futuro es preocupante si no se pone pronto remedio. La culpa hay que echársela a la globalización financiera, que está forjando un mundo desigual, con perfiles de poder económico difusos y decisiones que se toman muy lejos. Y de ahí se deriva un mundo en el que las jóvenes generaciones tendrán que pelear, afrontando una reducción salarial encubierta para siempre jamás y, lo que es peor, un enorme cambio de modelo y una profunda crisis del sistema para los que no existen respuestas.

Las alertas ya se han disparado. Primero ha sido Francia. ¿Y aquí?

¿A qué están esperando el Gobierno y el sistema social entero para ponerse a elaborar soluciones y estrategias viables? Ya estamos en situación de emergencia social.

*Director editorial del Grupo Zeta.