Dramaturgo

Es que a mí me gustan los mítines. ¿Qué le voy a hacer? Me emociono con las sintonías de cada partido, grito cada vez que preguntan algo desde las tribunas, me forro con pegatinas, enciendo mecheros, me como todos los caramelos que me dan y meneo las banderitas hasta que se me duermen los brazos." Y se queda tan pancho mi amigo. Yo le digo que hay algo en su afición que es un poco antinatural. "Ya sé que no es muy normal. Pero es así. Las campañas electorales me privan y los mítines, más. Me da igual el político que suba al estrado. En cuanto cogen carrerilla, se ponen a pegar voces, señalan con el dedo y meten caña por el micrófono. Todos tienen para mí razón. Me convencen, me llegan y me emocionan. Sospecho que es un síndrome por estar necesitado de práctica democrática durante cuarenta años, que me ha agarrado más fuerte que a otros. Pero es así. ¿Qué quieres que le haga?". Pues nada, hombre, a seguir este camino que no es manco y que puede acabar con mi amigo si la campaña se alarga.

Supongo que ese entusiasmo ecuménico no lo pondrá en práctica el día de las votaciones metiendo papeletas de todos los partidos en la urna. "Ese día me voy al campo a descansar de tanto mitin".

Mi amigo pertenece a esa especie de entusiastas hormonales que pululan por nuestras ciudades y pueblos. Un grupo de seres, de inocentes seres, diría yo, proclives a la emoción más primaria, a creerse aquello que se dice con énfasis que es el caldo de todo buen mitinero, a pensar que la voz es condición indispensable para que surja la verdad y el gesto firme una especie de sello que compromete. Para ellos el mejor momento para votar sería después, inmediatamente después de un buen mitin.