Los bandazos de los independentistas catalanes solo son comparables con los de los constitucionalistas. Unos y otros conforman un teatrillo del absurdo que hace sonrojar a cualquier espectador con algo de espíritu crítico.

El último bandazo se lo anotamos a Pablo Casado, quien ahora, en un giro que sorprende a sus propios votantes, le reprocha a Albert Rivera que quite los lazos amarillos, sí, esos churros hirientes que ponen los independentistas hasta en la sopa para recordarnos que España es un estado opresor que les impide saltarse la ley cuando les viene en gana.

Según Casado, la actitud de Rivera y Arrimadas de quitar los lazos en Alella (Barcelona) genera crispación. O sea, que el presidente del PP defiende los lunes la aplicación un 155 de verdad (no el melifluo que aplicó don Mariano por el miedo al qué dirán), y los martes asegura, todo pundonor, que eliminar las consignas con las que los independentistas tratan de amedrentar a quien no piensa como ellos es hacer frentismo. A ver cómo se puede regenerar un partido con semejante empanada mental.

Esta contienda entre independentistas y constitucionalistas se parece cada día más a las guerras de Gila, y si no fuera por sus nefastas consecuencias (sociológicas, económicas y humanas), nos echaríamos unas risas.

Pero la cosa no tiene gracia. Los constitucionalistas han de luchar contra un nacionalismo visceral financiado, ay, por todos los españoles, observado desde la distancia por un impertérrito presidente de Gobierno que se ha colado por la puerta de atrás con la ayuda de los independentistas, y sin más inquietud que la de mantenerse en el cargo. (Gila, insisto, no lo hubiera hecho mejor).

Mientras tanto, los partidos que deberían reconducir esta situación en vez de unirse buscan rifirrafes artificiales con los que desmarcarse con vistas a las próximas elecciones. ¿Qué habremos hecho para merecernos esto?