El Parlament de Cataluña vivió el jueves otra de esas jornadas lamentables que el ‘procés’ ha convertido en habituales. Abucheos, gritos e improperios se mezclaron con el abandono del hemiciclo de los diputados de la CUP y la expulsión del parlamentario Carlos Carrizosa (Cs), a cuenta de la decisión del juez de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón de enviar a prisión sin fianza a los siete miembros de los Comités de Defensa de la República (CDR) detenidos el lunes en la operación Judas. Fue la primera jornada de alta tensión política del otoño caliente en el que se adentra Cataluña, a la espera de la inminente sentencia del Tribunal Supremo a los líderes del ‘procés’.

Desde el otoño del 2017, una parte importante de la sociedad catalana desconfía de la acción de las fuerzas de seguridad del Estado y de la justicia. En este contexto hay que analizar la reacción de repulsa desde el independentismo a la operación Judas, a cuyos detenidos el juez acusa de integración en grupo terrorista, conspiración para cometer estragos y tenencia de explosivos. Son acusaciones muy graves que, de confirmarse, supondrían un salto cualitativo muy peligroso en Cataluña. A los acusados, faltaría más, les asiste la presunción de inocencia, de igual forma que cabe respetar el trabajo de la justicia.

Ahora bien, la presunción de inocencia y la legítima crítica a cómo se ha judicializado la crisis política catalana no justifican que desde las instituciones, sobre todo el Govern, se alimenten las sospechas sobre la actuación policial y judicial. Es una temeridad que se legitime un marco mental basado en teorías de la conspiración con el objetivo de dibujar al Estado español --cuyo representante en Cataluña es la Generalitat-- como un siniestro ente represor y dictatorial.

Las acusaciones a los encarcelados en la operación Judas son de una extrema gravedad. Con la escasa información disponible, tan aventurado e irresponsable es ensalzarlos como mártires del independentismo como establecer injustas comparaciones entre ETA y el movimiento independentista, de carácter inequívocamente pacífico. Hay que dejar que la justicia haga su trabajo sin incendiar unos ánimos ya de por sí excitables. Sobran pirómanos en el otoño caliente catalán.

Se comprobó en el Parlament, donde además de abochornar a la ciudadanía se aprobaron unas resoluciones del debate de política general que en nada contribuyen a serenar los ánimos por mucho que sean textos sin peso normativo. Pedir la retirada de la Guardia Civil de Cataluña, exigir la dimisión de la delegada del Gobierno, Teresa Cunillera, o incidir en la soberanía del Parlament «rechazando las imposiciones antidemocráticas de las instituciones del Estado español, y en especial, de su Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo» devuelven a Cataluña a un camino que no lleva a ninguna parte. La mejor forma de empezar el otoño caliente no es defender que el 1-O fue «legítimo y legal» y «la legitimidad de la desobediencia civil e institucional». El Parlament demostró estar muy lejos de la serenidad que requerirán los difíciles días que se auguran.