La ira de los pensionistas se extiende. Y las manifestaciones del pasado fin de semana constituyen un hito más de esa marea ascendente de protesta. Sin caer fácilmente en la demagogia, y dadas sus múltiples caras, no es un debate simple. Entre algunos aspectos, permítanme citar las diferencias en la pensión media según carreras de cotización (mucho menores para autónomos o empresarios agrarios) o entre la media y la de viudedad (no contributiva); los fuertes avances de las nuevas pensiones los últimos años (muy por encima del resto de los ingresos, incluso en la crisis); la confusión entre nivel absoluto y actualización de las pensiones; o, finalmente, el impacto del aumento de la esperanza de vida. Cualquiera de esos elementos merecería un tratamiento a fondo, y exige soluciones específicas.

Hoy quisiera centrar la discusión en el bajo nivel de las pensiones y los peligros que, incluso esos valores tan contenidos, estén hoy amenazados. Ello remite a dos aspectos esenciales: productividad y natalidad. Productividad, porque las bajas pensiones de hoy son el resultado de cotizaciones reducidas del pasado, porque bajas eran las retribuciones salariales. Natalidad, porque ha sido su colapso desde principios de los años 80 del pasado siglo la que se encuentra tras las dificultades que se otean para mantener una población jubilada que crece más deprisa que aquella en edad de trabajar.

Muchos postulan que mirar al pasado es pura nostalgia: no se puede llorar por la leche derramada. Este es un aforismo que, aplicado a la economía política, siempre me ha parecido de lo más reaccionario: quien no conoce su historia está condenado a repetirla, como dijo el clásico. Por ello, hoy me permitirán evaluar algunas de las razones por las que hemos llegado a un cataclismo demográfico que parece apuntar, inevitablemente, a una creciente pérdida de poder adquisitivo de las pensiones.

En lo tocante a este aspecto, ¿qué nos pasó? Ahí se dieron la mano el hambre y las ganas de comer: desde la derecha liberal, considerando un atropello cualquier intromisión pública en el ámbito familiar; y, desde la izquierda ilustrada, oponiéndose --por pura inacción-- a cualquier acción en beneficio de la familia y, por ende, de la natalidad. En todo caso, por unos y otros y desde hace ya más de cuatro décadas, la casa sin barrer: la tasa de natalidad se situó entre las más reducidas del mundo, y ahí continúa.

De este muy largo proceso, deja atónito la indiferencia con la que los gobiernos del país, del PSOE o del PP, afrontaron aquel progresivo hundimiento. Para que tengan una idea cabal: si en 1995/2000, los nacidos en España con 16 años sumaban unos 730.000 nuevos individuos cada año, a partir del 2005 ese volumen había reducido a escasamente unos 450.000. Es decir, en torno a una una década dejaron de incorporarse al mercado de trabajo en España unos 2,5 millones de personas, simplemente porque no habían nacido.

Cierto que la inmigración suplió, transitoriamente, ese desajuste. Pero, ay, resulta que la inmigración también envejece. Y el proceso de pérdida de natalidad, y su impacto sobre el mercado de trabajo, tiende a emerger de nuevo a menos que no se incorporen nuevos inmigrantes.

A la vista del precipicio demográfico que nos amenazaba, en el 2006 publiqué un volumen que titulé España 2020: un mestizaje ineludible, queriendo resaltar que nuestro futuro demográfico estaba ya escrito. Lo que vino a partir de entonces acentuó nuestros problemas: parte de la inmigración regresó a sus países de origen y, con ello, regresó el páramo demográfico que transitoriamente había quedado oculto. Es donde nos encontramos hoy.

¿Hemos avanzando en ayudar a los hogares jóvenes a tener más hijos, en el caso de que así lo quieran? En absoluto. El ciclo electoral es tan corto que parece imposible articular medidas de soporte a la familia. Y los resultados de esta miopía están a la vista: los centenares de miles de jubilados en las últimas manifestaciones son su expresión palmaria. Visto lo visto, la inmigración volverá a tener un papel relevante en nuestro futuro.

Pero mal haríamos en cifrarlo todo al exterior. Porque, no lo olviden, los niños que no nazcan en este 2018 no estarán en el mercado de trabajo a finales de la década del 2030. Por todo ello, aunque los próximos 20 años estén ya escritos, haríamos bien en preocuparnos por el futuro a partir del 2040. ¿Muy largo plazo? Cierto. Pero, en lo tocante a demografía y pensiones, el pasado siempre regresa. Y, finalmente, nos alcanza.