El reciente lapsus de Fernández Vara, hace algunas semanas en Cáceres, declarando que el gobierno, «hoy por hoy y en este país, solo puede estar presidido por Felipe González», revela, en un diagnóstico freudiano básico, el deseo inconsciente de una vuelta a aquellos tiempos de cómoda mayoría absoluta socialista y bipartidismo.

Son unos tiempos que, por mucho que gustara a Vara, y no solo a él, será muy difícil que vuelvan. En la «sociedad de las singularidades» que diagnosticó el sociólogo Andreas Reckwitz, donde todo el mundo se considera único y especial por más que se comporte como borrego e imite cada nueva moda, lo normal es la multiplicación de opciones políticas, que solo se mantiene a raya mediante mecanismos poco democráticos, desde el más brutal de las dictaduras al más sibilino de sistemas presidencialistas y segundas vueltas como los de Francia o Estados Unidos.

Con todo, hay que reconocer que, lo queramos o no, la antigüedad es un grado, y no es fácil llegar a viejo en forma para un partido político. Con todas sus diferencias (empezando por la edad, 140 años de historia frente a solo tres décadas), el Partido Socialista o el Partido Popular son mucho más que sus secretarios generales y seguirán existiendo mucho después de que estos se retiren. Nada que ver con los partidos de la autodenominada «nueva política» que, como los de las democracias nuevas o poco consolidadas, son cada vez más personalistas. Y en eso se acercan, ominosamente, a los clanes dirigentes de las dictaduras. Ahí, la extrema izquierda y la extrema derecha, tan diferentes en casi todo, comparten situaciones como el de que, tras la preceptiva purga, a la cabeza del partido estén parejas de hecho o derecho. Si en Podemos están Pablo Iglesias e Irene Montero, en el Vox madrileño mandan el matrimonio de Rocío Monasterio e Iván Espinosa de los Monteros, que en sus apellidos parecen unir lo frailuno y la aristócrata caza de montería (ambos, para ser aún más typical Spanish derecha, se dedican a la especulación inmobiliaria). En cuanto a Ciudadanos, Albert Rivera, cuya pareja de momento no está en política, forma un fotogénico dúo platónico con Inés Arrimadas, una relación que haría las delicias de cualquier guionista de serie que quisiera mantener el suspense y la tensión sexual no resuelta entre ellos, como Fox Mulder y Dana Scully en el Expediente X de los años noventa. Para que no falte de nada, la serie tendría hasta un pretendiente gay al que el protagonista quiere solo como amigo: Juan Carlos Girauta, que confesó que «amo a Albert Rivera sobre todas las cosas». En un partido que fulmina la discrepancia y premia la obsecuencia, Girauta tiene el sillón garantizado.

En otros países vemos situaciones similares: la saga del ultraderechista Front National necesitaría un Balzac que la escribiera, o quizás bastara con un guionista de culebrón: el padre Jean Marie Le Pen, la hija renegada Marine Le Pen, y ahora, la sobrina de esta, Marion Maréchal-Le Pen, que quiere disputarle el liderazgo, pues para algo ella es más joven y fresca. En Alemania, la política más carismática del partido Die Linke (La Izquierda), Sahra Wagenknecht, se separó de su marido para vivir junto a su nueva pareja, que no era sino Oskar Lafontaine, 26 años mayor que ella, y que fundó dicho partido tras su marcha del SPD, del que había llegado a ser presidente, en desacuerdo con Schröder.

Como en otros ámbitos, esta endogamia, por más que no sea ilegal, no huele nada bien. Mal asunto cuando quien aspira a defender los intereses de todos los ciudadanos recibe solo el feedback de su pareja, que tenderá a defenderlo a capa y espada contra el mundo, en lugar de abrirle los ojos ante sus errores y hacer de contrapeso crítico.

*Escritor.