Escritor

Desde que mis padres me llevaron por vez primera a la romería de San Marcos tuve el firme convencimiento de que la naturaleza iba a ser por siempre mi único y sincero enemigo natural.

No sé cómo me las ingeniaba, pero donde yo ponía el pie había sin remedio una mierda o un tojo, donde ponía el culo un avispero, y se disputaban mi bocadillo de tortilla de patatas las hormigas y las moscas como si fueran las arcas del ayuntamiento de Marbella.

Luego he escuchado mil veces eso de que la naturaleza es sabia, de que la naturaleza es nuestra madre natural, de que la naturaleza nunca se equivoca y todo lo hace en aras del bien común. Y una leche. A otro perro con ese hueso.

Yo observo a mi alrededor y resulta que todo lo que llega de manos de la naturaleza es más malo que la quina. Incluso me atrevería a ir más allá: nuestra salvación es directamente proporcional a la capacidad que poseamos para poner tierra por medio entre nosotros y la dichosa naturaleza, es decir, que cuanto más consigamos alejarnos de la naturaleza más cerca estaremos de la perfección y de la felicidad.

El que quiera que eche cuentas. La naturaleza sólo trae incendios o glaciaciones, enfermedades y muerte, cataclismos o aburrimiento. Todo en ella es irracional y abusivo, y le importa un carajo el que sus hijos se tuesten, se pudran o se los lleve el diablo. La naturaleza es un monstruo que solamente nos tiene en consideración como instrumentos procreadores. Víctimas quiere, que no hijos. Por eso le cuadra mejor llamarla madre política que madre natural, porque parece una suegra, y de las malas.

El hombre, que es la criatura menos natural de cuantas hay en la Tierra, sólo merece respeto en lo que tiene de animal civilizado, es decir, como acérrimo enemigo de la naturaleza. Si ella hace cuevas, nosotros catedrales y paseos marítimos; donde ella puso selvas nosotros levantamos jardines; donde ella gorjea y grita, nosotros silenciamos sus estridencias con coros de Verdi y violines de Bach. Al rugido del león, anteponemos los versos de Neruda y los resabios cervantinos. Ella crea virus y bacterias, cánceres y deficiencias renales, nosotros empastes y transfusiones, champús y lijas contra los callos.

El hombre natural es Jesús Gil abanicando su barriga en los altos de un juzgado con el gesto altanero y selvático de Copito de Nieve; el hombre civilizado es Cunqueiro elaborando en la soledad de un atardecer mondoñiense una oda a un guiso de rodaballo. La naturaleza está bien para verla desde una cierta lejanía, en los documentales de La 2 de Televisión Española y refocilarse de las sofoquinas de los tuareg al amparo de un buen aire acondicionado. Pero lo recomendable es dispensarle el trato que se dispensaban antiguamente las malas vecinas: usted en su casa, yo en la mía, y Dios en la de todos, naturalmente.