El anuncio de que grupos multinacionales proyectan construir en Extremadura las dos centrales solares más grandes de España --parece que uno de los enclaves que se barajan para una de las centrales es el de Villanueva de la Serena-- es una de esas noticias que, si finalmente pasa de las musas al teatro, deberían celebrarse sin reservas. No únicamente por los puestos de trabajo que se generarían ni por la inversión que se necesitaría para ponerlas en marcha --la Corporación Industrial habla de alrededor de 60 puestos y de 200 millones en cada caso--, sino también porque supondría la apuesta más seria jamás impulsada en nuestros pagos por las energías denominadas limpias y por la diversidad energética, una necesidad cada vez más acuciante ante las amenazas medioambientales que penden sobre nuestras cabezas y sobre las de las generaciones venideras. Parece natural pensar que Extremadura, que cuenta con la primera y sexta provincia en radiación solar, debe ser una potencia en este tipo de fuente energética, pero en demasiadas ocasiones lo que es natural sólo se hace realidad cuando existe la necesaria voluntad de impulso, que hasta ahora no había sido suficiente para desarrollar la implantación en la región de este tipo de energía. Nunca es tarde si la dicha es buena.