Durante la noche del pasado domingo, conocíamos los resultados de las elecciones gallegas y vascas, que alumbraban un retrato del presente de esas dos regiones españolas. Aunque habría mucho que analizar a propósito del desenlace de ambos comicios, me detendré en los datos del País Vasco, porque la fotografía que se revelaba, tras el recuento de votos, era especialmente preocupante, ya que, uno a uno, los herederos de la banda terrorista ETA habían conseguido sumar casi 250.000 votos. Y, para cualquier demócrata que se precie, esta es la peor noticia posible que se podía haber producido el día en que se cumplían 23 años desde que los sanguinarios etarras dispararan en la nuca al concejal del PP de Ermua, Miguel Ángel Blanco. Porque hay que recordar, para los que lo ignoran o lo han olvidado, que el 12 de julio de 1997, tres etarras forzaron al joven de 29 años -al que, días antes, habían secuestrado- a arrodillarse, maniatado, y lo asesinaron por la espalda. Y, fíjense que siniestra paradoja, que el mismo día en que se cumplían 23 años de aquel atentado terrorista, casi 250.000 habitantes de la región donde nació y creció el joven asesinado, le daban un apoyo masivo a los herederos de quienes le arrebataron la vida. A la vista de esto, uno no puede por menos que considerar una obligación moral decir en voz alta, y escribir negro sobre blanco, que el apoyo recibido por los vástagos políticos de los asesinos denota la enfermedad moral de un amplio segmento de la sociedad vasca. Porque no cabe otra razón que pueda explicar que 250.000 personas se decidieran a depositar en las urnas 250.000 papeletas manchadas con la sangre de centenares de seres humanos. 250.000 vascos se han alineado, conscientemente, con quienes sembraron el terror y la muerte. Y lo han hecho este año 2020, en el que, hace apenas unos meses, fallecían Miguel Blanco y Chelo Garrido, padre y madre de Miguel Ángel. En este sentido, he de confesarles que, cuando conocí la noticia del fallecimiento de la pareja, me sentí apenado. Hoy, sin embargo, me consuela pensar que ya están junto a su hijo, en un cementerio de Galicia y en el Cielo, lejos de la ciénaga, y que, al menos, no han tenido que asistir, en vida, al último acto de profanación de la memoria de Miguel Ángel, un acto al que se han sumado 250.000 vascos moralmente enfermos que, sin duda, acabarán habitando en el averno, junto a los asesinos de todas y cada una de las víctimas del terrorismo. * Maestro