TStiempre ha sido así: el aprovechamiento cruel de los débiles. El engaño para con los que están en la necesidad extrema, o para con los que sumidos en la miseria buscan un porvenir a costa de renunciar a su tierra, a sus familias. Siempre hay alguien que entona cantos de sirena, convence a los que han de agarrarse al menor trozo de esperanza, embolsándose a cambio grandes cantidades de dinero conseguidas por las víctimas tras incontables sacrificios. O les hipotecan el futuro con obligaciones que les convierten en esclavos.

Los ganchos , como se les llamaba en España a finales de siglo XIX, o capataces de cerdos , como se les denominó en China a mediados del mismo siglo, ofrecían una especie de paraíso en las tierras de promisión. Y casi siempre llegaban al infierno, al trabajo agotador, a la trata de blancas, al abandono. Ilegales, clandestinos. Desolados y hambrientos. Arruinados. Muertos tantas veces en la travesía.

¡Quién nos lo iba a decir hace un par de décadas! Somos ahora, en Extremadura, destino de buen número de aquellas pobres víctimas. Vienen de Africa, de Suramérica, de la Europa descompuesta del Este, como ha ocurrido hace unos días con unos pobres rumanos, abandonados a su mala suerte en Badajoz y recogidos por la Cruz Roja de Almendralejo. Es imprescindible una campaña de los organismos internacionales bajo el auspicio de la propia ONU, que impida la sangría, esta rapiña bestial, ese engaño que clava en las entrañas de los pobres el puñal de la desesperanza. Y, en tanto, es necesario que nosotros nos enfrentemos al problema con la serenidad y la solidaridad que cuando nosotros fuimos engañados en América en el siglo XIX y en Europa durante parte del XX hubiéramos agradecido tanto.

*Historiador y portavoz del PSOE en el Ayuntamiento de Badajoz