Una piscina cualquiera de un hotel cualquiera. En el sopor de la siesta unas pocas personas dormitan en tumbonas. Música ambiental de grandes éxitos a lo chill out. En el agua, varios adulto y tres niños. El niño, moreno de grandes ojos café y unos seis años. La niña, de unos tres años más, con coleta rubia y ojos claros, cuidaba a su hermanito pequeño que jugaba en los escalones de parte menos profunda pertrechado con un chaleco flotador.

— ¿Jugamos? Mira, vamos a saltar juntos desde aquí, ¡venga! —dijo el niño moreno señalando el borde de la piscina a la niña que le miraba sin entender.

—Ah, es que eres inglesa; yo no sé inglés. Bueno, solo los números y pocas cosas más —dijo el niño sonriendo mientras ella se encogía de hombros con cara de circunstancias y miraba a su madre que, desde la tumbona observaba la divertida escena.

Pero el niño quería de verdad jugar:

—Dame la mano y vamos a saltar por aquí. Uno, dos, tres y... ¡ahora!

Al final, chapurreando como pudieron, ambos se pusieron de acuerdo y saltaron al agua juntos dando carcajadas. Saltaron y rieron una vez, y otra, y otra, y otra. Unas veces contaban en inglés, otras veces lo hacían en castellano. La niña aprendió a decir «venga». El niño aprendió a cantar una cancioncilla infantil inglesa. El pequeñín gritaba ¡we go! y palmeaba después de cada salto.

Pocos días después, un hemiciclo repleto de adultos criados en el mismo país, vestidos con el mismo idioma materno, dotados de un extenso vocabulario y portadores de carreras, másteres en política y relaciones internacionales a porrillo, son incapaces de llegar a un mínimo entendimiento. El ansia de poder secuestra la supuesta madurez y responsabilidad, y el rescate no es baladí.

Si la vergüenza tuviera buena memoria, más de uno metía hoy la cabeza debajo de la tierra como las avestruces. Pero como de todos es sabido que la vergüenza es olvidadiza, en vez de eso, la meterá en el agujero de una camilla de masajes de una playa paradisiaca. Como para no sentirnos los sufridos ciudadanos «como burros amarrados a la puerta del baile», mientras los privilegiados juegan al juego de la silla al ritmo de la orquesta que les han pagado (los burros, claro).

Así, cuando una lee que los medios comparan las actuaciones de los políticos que nos representan con las de los niños, no deja de entender que se ofendan… los niños.

De hecho, si yo fuera niña, pediría asilo al país de Nunca Jamás donde no se crece y, por tanto, no se pierden ni la empatía, ni las ganas de entenderse.

Ese maravilloso lugar donde las sillas, el ego y los pedestales no existen.