TUtna de las mayores desazones del ciudadano contemporáneo en las democracias de los países desarrollados es constatar, poco a poco, cómo los habitantes pasan de la condición de personas a la de emisores de votos. A partir de esta corrupción de partida, todo el encadenamiento de acciones y reacciones poseen una consecuencia lógica. En un principio ideal, los políticos se dedicaban al servicio de la comunidad. Tras la depravada alteración de estos principios se dedican a obtener o a conservar el voto. Las maneras, las formas, las expresiones verbales corresponden a la arcadia originaria, pero las acciones son fieles al utilitarismo del voto.

Podemos comprobarlo en los municipios veraniegos, donde los vecinos de las urbanizaciones no votan, porque no están censados, y allí se presentan los viales más descuidados, la ausencia de cualquier tipo de atención --¿para qué, si votan en otro municipio?-- o podemos constatarlo ante cualquier situación de emergencia, donde la catástrofe se asume con esa serenidad con la que el presidente de la Xunta, por ejemplo, se permitió continuar con sus vacaciones mientras la autonomía que preside se encontraba ante la ola de incendios más terrible de su larga historia. ¿Los reflejos de Rajoy para acudir primero a Galicia fueron por amor a su tierra o por la vista puesta en los votos? ¿El apresurado viaje posterior del presidente se produjo porque le preocupa de verdad lo que sucede o porque los asesores de imagen le aconsejaron que debía sacrificarse y acudir a Pontevedra?

Las respuestas quedan a gusto del votante y consumidor. Está claro que no hay nada prístino en su albura y tampoco existe lo absolutamente negro, pero desazona este cálculo pedestre, día a día, encuesta a encuesta, sin un proyecto ilusionante que no sea volver al coche oficial o procurar que no nos lo quiten las urnas. Debe haber alguna excepción, pero tan escondida en el fango utilitario, como surge la centolla por entre el oscuro e inquietante lodo.

*Periodista