Cuando era niño mi madre me mandaba a la tienda del barrio a comprar mitad de cuarto de mortadela y me lo envolvían en papel de estraza color gris. Con el tiempo, aquel áspero envoltorio fue sustituido por otro de papel encerado de color blanco. Posteriormente comenzó a usarse el papel de aluminio, con un excelente poder de conservación, que también le quitó el puesto al socorrido y multiusos papel de periódico con el que los trabajadores envolvían el bocadillo. A día de hoy el papel de aluminio sigue siendo el más usado en los hogares, sin embargo, en los supermercados se usa mucho menos, porque la mayoría de los productos se ofrecen en estanterías o vitrinas frigoríficas con el envase puesto. En vez de comprar mitad de cuarto de mortadela envuelta en papel de estraza que te entrega en mano un señor simpático, coges un pack de 125 gramos de mortadela de una gran caja de cristal muy fría.

Ultimamente casi todo se compra envasado herméticamente, desde una docena de tornillos o huevos al agua que bebemos. De hecho, algunos productos se venden incrustados en envases que más bien parecen corazas antibélicas, de manera que para liberarlos necesitas mucho ingenio, fuerza y paciencia. Me refiero a esos envoltorios de plástico duro que te obligan a mirarlos y remirarlos para buscar un símbolo que indique su lugar de apertura, hasta que te das cuenta de que sólo soltarán la prenda si los abres en canal. O sea que si no tienes una tijera o un cuchillo a mano, te quedas sin botín. Claro que más rabia dan esos envases amables que se presentan a sí mismos como abrefáciles, y cuando intentas hincarles la uña te das cuenta de que estás ante un envase traidor que intenta adivinar tu coeficiente de inteligencia.

Sí, hemos pasado de comprar mitad de cuarto de mortadela envuelta en papel de estraza al tendero del barrio, al que conocemos bien, a comprar un envase de plástico que contiene 125 gramos de mortadela a una estantería, que no conocemos de nada, de un gran supermercado. Cosas del progreso.