A la luz de los nuevos datos vemos, cada vez con más claridad, que los efectos del calentamiento global, durante el siglo XXI, se traducirán en episodios climáticos extremos como graves inundaciones, potentes huracanes y olas de calor o de frío polar, entre otros. La comunidad científica ha consensuado ya que, durante los próximos cien años, el incremento de la temperatura entre 1,5 y 2,5 grados, según las zonas biogeográficas, generará profundas modificaciones en los ecosistemas, el paisaje, las masas polares y los asentamientos humanos.

Asistimos estos días a fenómenos regionales que llaman poderosamente nuestra atención: las temperaturas gélidas del hemisferio austral, la ola de calor en Rusia, agravada por los incendios forestales, y, en la India, China y Pakistán las inundaciones que dejan sin hogar a centenares de miles de personas que se ven obligadas a desplazarse. Sin embargo, no debemos confundirnos: estos fenómenos forman parte, según el registro histórico, del comportamiento del clima de nuestro planeta. A priori, no son consecuencia directa del cambio climático. Entonces, ¿cuál es la interacción que éste puede tener con los efectos locales habituales? La respuesta al interrogante parece estar en el efecto amplificador y, por lo tanto, en la intensidad y las consecuencias devastadoras sobre las comunidades humanas de lo que conoceríamos como episodios climáticos extremos.

XLA POBLACIONx mundial sigue creciendo. En el siglo XX, la población humana se cuadruplicó, desde 1.600 millones hasta 6.100 millones de habitantes, y se calcula que a finales de este siglo podría alcanzar la cota de los 8.000 millones de habitantes. Este crecimiento se traduce, directamente, en más territorio ocupado y más huella ecológica.

En el año 2050 más de la mitad de esa población humana vivirá en las ciudades y más del 60% de éstas estarán situadas en áreas costeras. Los problemas derivados de la superpoblación de las áreas urbanas, como la contaminación atmosférica, la aparición de desigualdades sociales o la limitación de los recursos alimenticios, energéticos y del agua serán los principales problemas que los gestores de las macrourbes deberán acometer en la segunda mitad del siglo.

El calentamiento global generará otros efectos como la destrucción de ecosistemas, la desaparición de especies y la acidificación de los océanos, con la consiguiente pérdida de productividad. Probablemente, estos cambios, de ritmo más lento, se verán acelerados por los efectos sinérgicos de los episodios climáticos extremos. El impacto ambiental más importante se dejará sentir, de manera especial, en áreas que, como la Península Ibérica, están en riesgo de desertización o en aquellas poblaciones que viven en zonas costeras donde el nivel del mar ascendería, según cálculos del IPCC (Panel Intergubernamental del Cambio Climático), entre 18 y 59 centímetros hacia el año 2100.

Como especie deberemos adaptarnos al cambio climático, al tiempo que intentamos mitigar sus efectos cambiando las políticas de acción frente a la dimensión que pueden tomar, en el futuro, dichos episodios. Se impone un cambio de modelo del desarrollo urbano que, en una situación de ralentización de la actividad de la construcción como la que vivimos en nuestro país actualmente, aparece como una oportunidad de integrar la planificación ambiental en la gestión del suelo urbano.

Desde la perspectiva internacional y después de la frustrada cumbre de Copenhague o de la más reciente falta de acuerdo de la reunión de NNUU, en Bonn, esta misma semana, ha quedado demostrado que sin el compromiso de las economías emergentes, como la de la China, no es posible llegar a acuerdos estables en el tiempo. Para la reflexión de los lectores queda que, precisamente ese país, uno de los más vulnerables al impacto climático, esté frenando, en la actualidad los acuerdos internacionales para llegar a verdaderos compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.

La cooperación internacional se convierte así en instrumento imprescindible, en el marco de la comunidad global, para asegurar la adaptación a los efectos devastadores que los episodios climáticos extremos generarán en los países menos desarrollados. Una cooperación internacional en red que nos aleje de la opción de no actuar frente a los problemas ambientales derivados del calentamiento global.