Cuando falta poco más de un mes para que José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy se encuentren en las urnas, el caso Carod ha obligado al secretario general del PSOE a un delicado equilibrio para contentar a todas las facciones del partido. Ha tenido que ayudar a la continuidad del Gobierno progresista de Cataluña, por el que personalmente había apostado, y a la vez reforzar su imagen de autoridad moral y real.

Aunque quizá se excedió al exigirle a Pasqual Maragall, en el fragor de la crisis del tripartito catalán, una decisión que era de estricta competencia del presidente de la Generalitat, los partidarios de que avance una concepción plural y abierta de España deben apoyar el esfuerzo general que está efectuando Zapatero para respetar la autonomía del socialismo en cada comunidad. En este sentido, a la vista de lo que ha significado el aznarismo como abierta marcha atrás del modelo del Estado de las autonomías consensuado durante la transición, parece evidente que la única alternativa a esa política pasa por un entendimiento entre el progresismo español, cuyo centro de gravedad es la familia socialista, y el conjunto de los nacionalismos democráticos de todo el estado. Y esa es la apuesta de Rodríguez Zapatero.