Las últimas declaraciones de Rodríguez Zapatero a favor de una solución autonomista para el conflicto del Sáhara Occidental han constituido el punto de referencia inmediato de los equilibrios dialécticos que han jalonado la visita del Rey a Argelia, primera valedora de la causa saharaui. Para la diplomacia española, tanto pesa en el platillo argelino el suministro de gas, como en el marroquí, la lucha antiterrorista, el control de los flujos migratorios y las inversiones españolas al otro aldo del Estrecho. No se trata de dar con la cuadratura del círculo, pero en esta relación a dos bandas no ha sido posible hasta la fecha complacer a una sin incomodar a la otra. A esta constante histórica ha habido que añadir en esta ocasión el anuncio de un aumento del 20% del precio del gas que Argelia vende a España. Un anuncio ajeno a las convenciones del sector, detallado por el ministro Chakib Jelil y desmentido luego a medias por este, que no hace más que acentuar la disposición del Gobierno argelino a echar mano de la presión energética sobre España para condicionar las relaciones de esta con Marruecos. La situación no es nueva. Marruecos y Argelia podrían ser dos países complementarios en muchas materias, pero la realidad es que su antagonismo es anterior a la ocupación marroquí del Sáhara, y los campamentos de Tinduf no han hecho más que prolongarlo. Por esta razón, sería ilógico que España se decantara demasiado hacia uno u otro lado, porque ni puede prescindir del gas argelino ni de la complicidad marroquí en materia de seguridad y control de fronteras. Ni, desde luego, de sus obligaciones morales con el futuro del pueblo saharaui.