Érase una vez un país, hace ya bastantes años, en el que sus habitantes no se entendían muy bien entre ellos. Los intereses que defendían unos y otros eran distintos y no eran capaces de llegar a acuerdos que les permitieran vivir en perfecta armonía. Los amigos, los hermanos, e incluso hijos y padres comenzaron a mirarse mal. Y, en lugar de buscar el entendimiento a través del diálogo y la transigencia, buscaron la solución a través de las armas. Y formaron dos bandos y eligieron banderas diferentes e himnos diferentes y convirtieron todo su país en un gran campo de batalla, y las aguas de los ríos de tan feliz país se tiñeron de sangre. Y ambos bandos sufrieron la guerra. Y también una terrible y atroz posguerra.

Y después de hartar de matarse entre ellos, desembocaron todos en una cruel dictadura. Una dictadura que también lesionaba los derechos y la libertad de los ciudadanos y en la que los hermanos se seguían matando, ahora de una manera más soslayada, más en secreto.

Y después de cuarenta años de crudo invierno, un conato de primavera comenzó a abrirse camino y a aclarar la luz en el horizonte. Los ciudadanos de izquierdas y los más que de izquierdas, y los ciudadanos de derechas y los de más que de derechas comenzaron a reunirse y a dialogar entre ellos, y aprendieron todos a escuchar y a ceder. Y llegaron a entenderse y establecieron unas normas que escribieron y que todos estaban obligados a cumplir.

Y hubo una gran fiesta con gran colorido. Todo era alegría, paz y entendimiento. Y todo el país se dividió en nuevos territorios, concretamente en diecisiete, todos iguales, pero con sus diferencias y realzando, orgullosos, sus costumbres. Era tanta la alegría que se vivía, que en unos territorios lo celebraban bailando el redoble. En otros, la sardana; otros, en tablaos flamencos, otros con chotis, muchos con jotas, otros con danzas vascas y otros con pericotes y seguidillas.

Solamente a unos pocos de un territorio les costó, más que a los demás, entender que la paz ya estaba instalada y siguieron matando a los hermanos dejando una mancha negra en el norte del país y en las almas de todos los ciudadanos.

Pero era tal la alegría y regocijo general, que todos pidieron una enseña propia, una bandera que les diferenciara de las otras regiones. Y el Gobierno del país accedió a tal petición. Luego pidieron y se afanaron en componer diferentes himnos. Y el Gobierno del país accedió. Y todos cantaban con voces diferentes y ondeaban sus 17 diferentes himnos y sus 17 banderas diferentes.

Algunos territorios, los más ricos, pidieron una policía que fuera diferente a la de los demás, y le ponían nombres diferentes. Y el Gobierno del país accedió a tal petición. Y comenzaron algunos territorios a pagar sueldos diferentes a sus trabajadores. Y el Gobierno del país accedió. Y entonces, un médico, un profesor, un bombero o un policía, o un jardinero, dependiendo del territorio al que perteneciera, cobraba al mes un sueldo diferente. Y los ciudadanos del país comenzaron a mirarse mal entre unos y otros.

Y, a través de las nuevas leyes autonómicas de cada territorio, comenzaron a aparecer distintos puntos de vista y 17 sistemas educativos diferentes. Y en algunos territorios, además de matemáticas, biología, literatura o física, en las escuelas se empezó a enseñar también un poco de odio. Cada territorio hacía un poco lo que le daba la real gana. Y el Gobierno del país accedió.

Y algunos territorios comenzaron a hablar lenguas que no entendían los demás ciudadanos de otros territorios, a pesar de tener una lengua común todos para entenderse, y cambiaban la bandera del país por las suyas propias, y hacían sonoras pitadas cuando oían el himno del país. Y comenzaron a mirarse mal los hermanos de unos y otros territorios.

Incluso algunos ciudadanos de otro territorio, movidos por alguien que, según dicen, tiene una visión muy panorámica de la realidad de las cosas, planteó la creación de una República, y se pitorreaban del Gobierno y de los ciudadanos de los otros territorios, y, aunque el Gobierno del país les decía que era ilegal lo que pretendían, ellos decían que les importaba tres «collons» y se mofaban de la ley y de las normas que un día escribieron todos… y «conte contat, ja s’ha acabat».