El funcionario estaba serio cuando empezó a atenderme. Como cuando te asomas a la barra de un bar para comprobar si al camarero le gusta o no su trabajo, al principio percibí en él cierta frialdad, quizá porque las oficinas se convierten a veces en un terreno inhóspito para el visitante. Después de rellenar papeles con el silencio como testigo, advertí que algo había cambiado en su rictus. El funcionario se había levantado a hacer fotocopias y, a la vuelta, por sorpresa, comenzó a entablar una conversación buscando, como hemos hecho mil veces, la alianza de un amigo en quien confiar para contarle un secreto.

No desvelaré los detalles de la conversación por respeto a aquel hombre entrado en edad, pero sí les contaré que, en tres minutos, me resumió su vida y el momento por el que atravesaba. Era malo. Durante ese corto intercambio entendí que necesitaba compartir aquellas vivencias y el dolor sordo, me pareció, que le causaron algunos errores por los que ahora estaba pagando un peaje. Hubo en sus palabras mucho de arrepentimiento, aunque quizá más un esfuerzo por intentar sincerarse para curar así las heridas del tiempo.

Salí de las oficinas dándole vueltas a aquella historia tan vital que, salpicada de consejos de futuro para mí, me había ido detallando, como si quisiera transmitirme esa prudencia que él no tuvo en un momento de su vida. Aplaudo el ejercicio de autocrítica que me demostró en tan poco tiempo. Cuando me marché, una cola de ciudadanos esperaban a ser atendidos. Me pregunto si ellos serían también la terapia idónea para que él no volviera a equivocarse.