Escritor

Es convicción general que la nuestra es una época de transición cultural. En todos los rincones del globo se llevan a cabo transformaciones radicales. Las culturas tradicionales asimilan velozmente la tecnología y salen fuera del paraíso del mito y del tiempo cíclico para insertarse en este ritmo angustioso e imprevisible de la historia, en el que en cada década aparece un innovador fenómeno tecnológico para inflar la modernidad. Algunos pensadores lúcidos dicen que nuestra cultura occidental ha perdido la confianza en sí misma y se destroza en la autocrítica. No sé si esto será así, pero es verdad que ha pasado el tiempo de las grandes construcciones ideológicas.

A veces me da la sensación de que se camina un poco a tienta. Con cierta frecuencia hablo con personas que siempre fueron de izquierdas y las veo desubicadas. Lo mismo me sucede con esas personas de derechas de toda la vida . A los políticos los encuentro empecinados --lo siento, pero no hallo otra palabra-- en sus líneas de partido, al clero desencantado y perdido en esta sociedad indiferente, a los jóvenes (en general) insolidarios y hedonistas. Nuestra literatura da vueltas sobre sí misma, desorientada, recurriendo al facilón existencialismo y a las triviales historias de los conflictos familiares, la frustración de las relaciones y el sexo a todo pasto; ese psicologismo, que está más que visto y manido ya. En lo que se refiere a la cinematografía, me niego a admitir que no haya otra forma de creación que la norteamericana de los efectos especiales y la animación; porque la opinión sobre el cine español es unánime: catastrófico.

Esta Navidad observo el mundo. Sigo siendo de ésos que opinan que el hombre es bueno en esencia. Lo veo claro: en los hospitales, en la calle, en las tiendas, en la fiesta, en misa..., en el trato diario con la gente, sea sencilla, sofisticada, culta o poco cultivada. Son buenos; yo los veo así.

Observo que hay más mediocridad que malicia; esa mediocridad que es superficialidad y rutina, Stendhal afirmaba con ironía: "Dos clases de personas dicen que todo está bien: aquéllos a quienes interesa que nada esté de otro modo, y los perezosos, incapaces de mejorar nada." Esto me parece una gran verdad. Son el egoísmo y la pereza lo que configura el ser profundo de esta dichosa sociedad del bienestar. Me doy cuenta de que esa superficialidad no es otra cosa que pereza. Y el egoísmo y la pereza son los grandes defensores del "todo está bien", que es la mejor excusa para no hacer nada.

Y esa pereza o comodonería (como se dice popularmente) afecta a todo. ¿Qué es sino la falta de espiritualidad? No hacer ni el esfuerzo de analizar el mundo, ni creer en los cambios, ni esperanzarse, ni abrir dentro de los ojos que ven más allá, porque ésta es la mejor manera de inhibirse y adormilarse en la comida, la bebida y el placer. Cosas buenas, siempre que no se conviertan en la única razón de la existencia y en los valores más importantes.

Ante esta realidad, el niño nacido pobremente en Belén sigue siendo el signo indiscutible de que el ser es preferible al tener. Para cualquier hombre, hasta para el que no cree, el malestar de esta joven familia sin techo es una invitación a abrir el corazón. Para el que se acerca con los ojos de la fe, además constituye un signo inolvidable de lo que de verdad tiene valor a los ojos de Dios: lo que cuenta para él.

Incluso en los días de mayor bienestar, los problemas de la humanidad no están resueltos. Y no hay ninguna realidad ni personal, ni social, ni eclesiástica, que no deba someterse a la necesidad de actuar en favor de los que carecen de todo. Ahí sigue la guerra, el hambre, la sed, los movimientos de población, el dolor y el malestar de muchos seres humanos.

Los antiguos textos no nos dan otro dato sobre el nacimiento de Jesús que el hecho de que se produjo en los alrededores de Belén, y que el niño fue depositado en un pesebre que se utilizaba para los animales. Sería inútil buscar en él su origen divino. Y ésta es la clave de un episodio que no ha perdido su significado. Feliz Navidad.