Decía el otro día Íñigo Errejón que muchos españoles padecen ansiedad y síntomas depresivos, que usan demasiados psicofármacos, y que una sociedad así no funciona, por lo que hace falta un plan de salud mental. ¿Estamos de acuerdo? Sí y no: una cosa es denunciar (con toda justicia) la estigmatización de los trastornos psíquicos y la falta de psicólogos en el sistema de salud pública, y otra, muy distinta, sugerir que «la solución» a ese malestar social generalizado sea multiplicar el número de psicólogos por habitante.

Más acá de los enfermos mentales (que los hay y a los que tenemos la obligación de cuidar), el grueso de la población sufre de ansiedad y otros «trastornos» porque (pandemias aparte) vive en un mundo que naturaliza la precariedad laboral, deshace los lazos comunitarios, imbuye una creencia completamente errónea de lo que es el «éxito», y desprecia la capacidad de la gente para pensar por sí misma. Y nada de esto lo puede resolver un psicólogo (aunque sí que puede empeorarlo).

Es cierto que esto de interpretar problemas de naturaleza social, ética o política como si fueran asuntos psicológicos o, en general, “científicos”, es parte de la bazofia ideológica habitual, y que, alimentada por ella, la gente mantiene una fe cada vez más ciega en los expertos como solucionadores de todo (desde los conflictos personales hasta las opciones políticas que conviene adoptar) ¡Pero que un político de izquierdas caiga también en eso!

Y miren que esta «psicologización» de la vida es tan clara que hasta impregna el habla común. Piensen en el lenguaje con el que piensan. ¿Han reparado que a las cosas buenas (personas, costumbres, relaciones) ya no las llamamos «buenas», sino «sanas» (y a las malas o viciosas, «tóxicas» o «adictivas»), que el fin de la vida o la política ya no son la «virtud» o la «justicia» (palabras viejunas y malditas), sino el «bienestar emocional» o «social» de la población, que los alumnos que no soportan la disciplina escolar ya no son «rebeldes», sino niños con «síndrome de atención dispersa e hiperactividad»?

¿Continúo? En un decreto educativo en vigor encuentro esta frase (entre mil parecidas): «la dimensión emocional de la salud es el manejo responsable de los sentimientos, pensamientos, y comportamientos…». Esto es: la responsabilidad, la conciencia o el autodominio ya no son virtudes morales e intelectuales, sino un asunto de salud emocional, cosa de psicólogos vaya.

¿Cómo hemos caído en esta trampa? Y digo trampa porque las (un tanto crípticas) propiedades de la «salud emocional» (asertividad, resiliencia, autoeficacia, proactividad…) cuadran sospechosamente con el perfil moral que cabría esperar de individuos entusiastamente entregados a esa «realidad en perpetuo cambio» con que se designa eufemísticamente al mercado.

La explicación de esa «caída» es compleja. Además del bombardeo ideológico, psicologizar los problemas morales aporta ciertas ventajas aparentes. Una de ellas es que nos libera de cavilar. Como decía el no siempre saludablemente optimista Kant, la gente prefiere las soluciones (engañosamente) fáciles a pensar por sí misma. Al fin, ¿para qué educarnos y reflexionar acerca de qué sea la felicidad o cómo deba ser el amor o la justicia, si ya hay técnicos de la conducta, terapeutas de pareja o expertos en resolución de conflictos?

En segundo lugar, a más red asistencial menos necesidad de mantener vínculos comunitarios ¿A qué preocuparse de tener amigos con que charlar y debatir de nuestros problemas o nuestra visión del mundo, si podemos pagar o acudir a un «experto» que nos escuche y oriente?

En tercer lugar, a más «patologización» menos responsabilidad. Si en lugar (por ejemplo) de tener un «problema moral» con el juego, lo que ocurre es que soy un «ludópata» -es decir, un enfermo- sobra emprender ningún análisis o decisión ética: basta con que me someta pacientemente al tratamiento indicado.

A una sociedad «terapeutizada» le corresponde, en fin, una ciudadanía irreflexiva, narcisista e irresponsable; algo que encaja también con un modo de producción no guiado por más inteligencia que la “emocional”, con las creencias cientifistas y relativistas en boga, y con un modelo educativo cada vez más enfocado a la formación tecno-científica y la hiper-especialización profesional.

Así que no, señor Errejón, no tiene que ir al médico; todo lo contrario: ha de reflexionar por sí mismo y darse cuenta de que lo más consecuente desde una posición de izquierdas no es exigirmás psicoterapia para el pueblo, sino justo la contrario: una «despsicologización» urgente de la sociedad (la misma que reclama desde hace mucho la psicología más crítica), condición sine qua non para un verdadero empoderamiento - moral y político - de la ciudadanía.

*Profesor de filosofía