Me sobrecogió el acto de apoyo a las víctimas del terrorismo celebrado en el Kursaal de San Sebastián. Hubo palabras emocionantes y valientes de los oradores y una ovación impresionante del público. Algo está cambiando. Mientras escuchaba las intervenciones, recordaba una espléndida película de Terrence Malick, La delgada línea roja , cuyo mensaje implícito expresa el horror de la guerra, que convierte a los hombres en bestias, y ocurre en un entorno idílico que acaban destruyendo también. Desde su estreno, este título se utiliza como imagen del límite permisible en la actividad humana, la delgada línea roja que nunca se debe cruzar, esa que separa al hombre de la bestia que lleva dentro. Así está pasando en nuestro entorno; el criminal atentado de Legutiano (Alava, donde ETA asesinó al guardia civil Juan Manuel Piñuel Villalón) nos hace reflexionar de nuevo sobre los conceptos que se vierten en la película de Malick. ¿Cómo es posible que haya seres que cometan estas atrocidades? ¿Cómo es posible que haya seres que no las condenan? Esta situación rompe mi tesis sobre la resolución del conflicto. Me deja aturdido porque, hace dos meses, el asesinato de mi compañero Isaías Carrasco produjo ya un efecto parecido. Entonces, ETA había cruzado la línea, pero cada vez con elementos cualitativos nuevos. Cuanto más se aleja de ella, más difícil tiene el retorno. Y cuanto más lejos están los terroristas, más difícil será hablar con ellos, salvo que crucemos la línea para combatirlos con sus mismas armas. Pero no podemos ni debemos olvidar que esas salvajadas las cometen personas con las que nos podemos cruzar por las calles de nuestros pueblos. Como en la obra maestra de Malick, su guerra mata la bondad y hace aflorar lo peor de cada uno de ellos. Eso es lo que más me horroriza. Nunca debemos traspasar esa línea. Aun con la incomprensión de muchos, esta locura hay que terminarla construyendo puentes, no dinamitándolos. Con el diálogo, no con la confrontación.

José Luis U. Iglesias **

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