Andábamos armando sesudos argumentos sobre los límites que no debe sobrepasar la televisión cuando la realidad nos devuelve los índices de audiencia. La semana pasada, los cinco episodios de la serie Escenas de matrimonio , que emite a diario Tele 5, se han colado entre los diez programas más vistos de la televisión, con una audiencia acumulada de casi 23 millones de espectadores. Todo un país.

Nunca he creído que los apabullantes niveles de audiencia proporcionen carta blanca a los programadores para emitir en televisión cualquier cosa. Seguramente una serie porno ambientada en un convento de novicias contaría con millones de seguidores, pero hoy nadie se atrevería a programarla. El problema de las audiencias millonarias que avalan productos zafios es que nos muestran crudamente que nos enfrentamos no a uno, sino a dos problemas, que si a una cosa la llamamos abiertamente televisión basura deberíamos inventar alguna denominación que defina a la masa que la contempla, y que si hay que trazar estrategias para convencer a quienes programan también deberíamos emplearnos a fondo para cambiar la mirada de quienes consumen televisión.

Tengo también dudas razonables sobre el nivel de influencia que la televisión tiene sobre los espectadores. Quien suscribe pertenece a una generación que creció viendo en la tele películas de Pajares y Esteso , entonando aquellas canciones de Fofó en las que una niña nunca podía ir a jugar porque tenía que planchar, contemplando anuncios de televisión que animaban a afirmar la hombría con una copa de Soberano y la feminidad con una buena lavadora, y aprendiendo y contando los chistes del genial Eugenio , poblados de borrachos, tartamudos, maltratadores y mujeres sometidas que, sin embargo, nos hacían partir de risa. Y tampoco hemos salido tan mal, seguramente el brebaje catódico nos inmunizó de por vida para según que cosas. Siempre recordamos los documentales de Félix Rodríguez de la Fuente y la rompedora Bola de Cristal , pero su brillantez había que encontrarla después de diluir mucho sebo.

Por lo que vemos, la costra permanece. Y si confiamos en que sean los programadores quienes nos quiten nuestra propia caspa, terminarán heredándola nuestros tataranietos. El mando a distancia es una poderosa arma. Y si no lo usamos debidamente, no nos podemos poner después tan estupendos.